Jakob Lorber

Más Allá del Umbral

Diez Escenas

Índice

Introducción

Primera escena - Una persona famosa

Segunda escena - Un sabio

Tercera escena - Un hombre rico

Cuarta escena - Un dandi

Quinta escena - Una loca por la moda

Sexta escena - Un militar

Séptima escena - Un Papa

Octava escena - Un ministro

Novena escena - El Obispo Martín

Décima Escena - El Pobre

Información

Introducción

El hermano A. desea saber como se efectúa el paso de la vida material a la vida espiritual, la llamada vida en el Más Allá, sobre todo en las personas importantes del mundo.

Es fácil describir este paso. Fíjate, ¿qué diferencia puede haber para el agua, si se moja en ella un hombre importante o una persona pobre e insignificante? ¿O qué le puede importar al fuego? Escucha bien, ¡el fuego devora tanto al emperador como al mendigo!

Si cayeran al mismo tiempo desde una torre un mendigo y un ministro o un emperador, ciertamente todos morirían por la caída. ¿En la tumba puede haber diferencia entre grande y pequeño, rico y pobre, guapo y feo o joven y viejo? Fíjate bien, no hay diferencia. Todo se pudre y se convierte en deshecho de gusanos y finalmente en polvo.

Igual que sucede al cuerpo en el llamado mundo de las fuerzas naturales le ocurre al alma en el mundo de los espíritus. No importa que en el mundo hayan sido emperadores o pobres, en el mundo espiritual todos son iguales. No existen privilegios y nadie tiene «más derecho en el reino de los cielos» por haber sido importante o por haber sufrido más en la Tierra, o por haber sido más piadoso. Como ya hemos dicho repetidas veces: en el Más Allá solo cuenta el amor puro.

Todo lo demás es comparable a piedras arrojadas a la mar: todas se hunden en el piélago, sean simples areniscas o diamantes. Seguirán siendo lo que son, pero su destino es el mismo; a lo mejor la arenisca se disuelva antes que el diamante.

Igual ocurre con la nobleza terrenal o la insignificancia mundana. En el mar de la eternidad inexorable pueden acordarse de lo que fueron en el mundo. El emperador aún se sentirá emperador y el mendigo, creyendo tener derecho a una recompensa, seguirá sintiéndose mendigo. Pero ambos sufrirán el mismo destino en la realidad de la vida eterna. Puede que el pobre llegue antes a un estado de fermentación, llenándose de burbujas de humildad y emergiendo desde el abismo hacia la superficie de la Luz eterna y la vida

Podéis juzgar el paso de cualquier hombre según esta regla cardinal. Por lo tanto, actuad siempre con amor para no participar de este destino general. Amén, amén, amén.

Primera escena - Una persona famosa

Vayamos hacia el lecho de muerte de un hombre de mundo muy famoso -algunas horas antes de su paso a la eternidad- y observemos su comportamiento aquí y su entrada en el Más Allá, para observar el encuentro de dos mundos y veréis cumplirse tan claro como la luz del día la verdad de la regla cardinal antes descrita.

Fijaos, las actuaciones de este hombre en el mundo fueron tales que provocaron en todo él una resonancia como el silbido de un meteoro, y hubo tantos comentarios en contra suya o a su favor, y tantos escritos, que con el papel que se llenó se podría cubrir toda Europa. Pero ahora este gran hombre que había sido un gran filántropo, un defensor aparente de los intereses políticos y eclesiales de su nación, está en su lecho de muerte. Está desesperado y asustado al notar que se le acerca su hora y que no le queda ninguna esperanza.

Con dolorosa turbación ve la pronta aniquilación de su existencia -es un ateo en secreto- y siente aparentemente los dolores de su putrefacción, por lo cual dispuso en su testamento que se embalsamara su cuerpo, separando el corazón y las vísceras, y que se enterraran en diferentes lugares donde serían visitados por los hombres.

En sus pensamientos se mezclan su catolicismo y las amenazas del infierno, amenazas de las cuales se reía cuando aún esperaba vivir más de cien años. Todos estos pensamientos le martirizan ahora y atormentan su mente consciente de grandes culpas, de manera que el moribundo no encuentra alivio ni al recibir la comunión y los Santos Óleos, ni con todas las misas que se dicen en su favor, ni con las campanas que hacen repicar en las iglesias. Su alma sólo percibe la llama eterna subiendo desde el semillero de los vicios.

Toda su hombría se pierde y su filosofía de nada le vale, su corazón a punto de quebrarse se acerca a la noche oscura de la muerte. Y el alma, apresada por el miedo, todavía busca con los últimos suspiros alguna chispa de consuelo en este corazón que tanto valor demostró. Pero no hay más que un gran vacío y en vez de consuelo sólo ve la aniquilación eterna o el infierno con todos su horrores.

Esto es lo que se observa en el mundo terrenal. Pero miremos ahora hacia el mundo sobrenatural.

Fijaos, alrededor del lecho de muerte se ven tres ángeles vestidos de blanco que miran fijamente al moribundo. A dice a B: «Hermano, tengo la impresión que lo terrenal ha acabado para él. Este seto de zarzas no dará uvas. Mira como su alma se retuerce sin encontrar una salida y como su pobre espíritu se encoge. Arranca con tu mano las entrañas que ya se endurecen y arrebata esta pobre alma de la noche oscura; después soplaré en nombre del Señor para despertarla a este mundo. Y tú, hermano C, llévala luego a su lugar de destino por los caminos del Señor hacia la libertad en el amor. Así sea».

El ángel B toma las entrañas de nuestro hombre, diciendo «En nombre del Señor, despierta y queda libre, hermano, según tu amor. Así sea».

La envoltura mortal se convierte en polvo en este mundo, y en el Más Allá se levanta un alma ciega.

Pero el ángel A se acerca y dice: «Hermano, ¿por qué estas ciego?». Y el recién despertado contesta: «Estoy ciego. Abridme los ojos, si podéis, para que pueda comprender qué me está ocurriendo y por qué he quedado libre de todos mis dolores».

El ángel A sopla sobre los ojos del despertado y este los abre y con sorpresa mira a su alrededor no viendo a nadie más que al ángel C al que pregunta: «¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?». Y el ángel le contesta: «Soy un mensajero de Dios, del Señor Jesús, enviado para guiarte en los caminos del Señor, si así lo deseas

Para el mundo externo, material, tú ya has muerto, ahora te encuentras en el mundo de los espíritus.

Tienes dos caminos a elegir: el camino hacia el Señor en los cielos o el camino a los dominios del infierno. Ahora depende de ti como quieres caminar. Fíjate bien, eres completamente libre de hacer lo que deseas. Si quieres que te guíe, lo haré; en cambio si quieres determinar tu camino por ti mismo, puedes hacerlo libremente. Pero has de saber que sólo existe un Dios, un Señor, un Juez, y este es Jesús, el Crucificado en el mundo. Manténte junto a Él y llegarás a la verdadera Luz y a la auténtica vida. Todo lo demás son imaginaciones e ilusiones de tu propia fantasía, en la cual vives y escuchas ahora lo que te digo».

El despertado dice: «Esto es una enseñanza nueva en contradicción con la enseñanza de Roma, por lo tanto una herejía. Y tú, que quieres forzarme a aceptarla en este lugar solitario, más bien me pareces un enviado del infierno y no del cielo; aléjate de mí y no me tientes más».

Y el ángel C dice: «Bien, tu libertad me dispensa de cuidar de ti en nombre de Jesús. Qué recibas tu Luz. Así sea».

Y el ángel C desaparece y el recién despertado entra en la esfera natural de su ser y se convierte en uno más de los conocidos de este mundo, no acordándose apenas de lo que le ha ocurrido; de esta manera - aunque de modo quimérico- sigue existiendo tal como lo hizo en el mundo, no preocupándose ni del cielo, ni del infierno, ni de Mí, el Señor. Para él todo parecen sueños risibles y no quiere que nadie de su entorno le haga recordar.

Mirad, este primer ejemplo os puede enseñar en qué tipo de «agua» cayó nuestro hombre famoso. Los ejemplos siguientes aún ilustrarán mejor este asunto.

Segunda escena - Un sabio

Ahora nos hallamos junto a un sabio enfermo. Como suele decirse ya no hay hierba que le cure, y nosotros observaremos a este hombre famoso durante sus últimas horas en el mundo de aquí, y luego su despertar en el otro y la dirección que emprenda según su amor.

El hombre que estamos contemplando era un filósofo afamado en el mundo y al mismo tiempo un astrónomo «in optima forma», como se suele decir.

Con gran afán se ocupaba en observar y calcular los astros, habiendo alcanzado una edad avanzada de unos setenta años. Mientras observaba las estrellas durante las frías noches invernales se resfrió de tal manera que casi quedó congelado. Sus amigos le trajeron a su vivienda caldeada procurando reanimarle con la ayuda del mejor médico y, efectivamente, al cabo de algunas horas reaccionó lo suficiente para darles a conocer su última voluntad, tal como sigue:

«En el nombre de la Divinidad inescrutable. Como nadie puede saber el tiempo que el destino tiene previsto para la vida miserable de un hombre, y como tampoco se sabe qué tipo de vida habrá después, es mi voluntad que vosotros, amigos míos, procuréis que mi cuerpo sea embalsamado cuando me haya muerto, evitando así su putrefacción, y que luego lo coloquéis dentro de un sarcófago de cobre en el mausoleo donde ya descansan y me esperan algunos de mis mejores colegas. En cambio, las vísceras que se descomponen más pronto, quiero que las coloquéis dentro de una urna con formol, dejando esta urna-probeta en mi museo para que se vea, y para que los hombres me tengan en su memoria como si aun existiera, ya que no puedo imaginarme otra manera de supervivencia después de la muerte corporal.

Respecto a mi fortuna, ya sabéis, amigos míos, que los sabios de este mundo a penas tienen lo suficiente para su sustento físico y mental. Carezco de dinero así tampoco puedo dejar nada. Podéis deshaceros de mis pertenencias después de mi viaje y emplear este dinero en ejecutar lo que os he pedido antes.

Avisad a mis tres hijos vivos -por suerte todos viven en buenas condiciones- y comunicadles mi defunción. Al mayor, mi preferido, que eligió mi propia profesión, le dejo todos mis libros y escritos, y le ruego que proceda a publicar los textos todavía sin editar.

Con esto concluyo mi voluntad hacia este hermoso mundo de estrellas, que ya nunca más podré admirar y enumerar.

¡Ay, qué ser más pobre es el hombre! Mientras goza de buena salud está lleno de ideas elevadas, de esperanzas sobrenaturales, pero en el lecho de muerte todo se desvanece como los sueños o los castillos en el aire de los niños, y sólo queda la triste verdad de la muerte como final de nuestra existencia, y la destrucción sin límites.

¡Ay, amigos míos! ¡Qué difícil y duro es pensar en el paso del “ser” al “no-ser” para alguien que, como yo ahora, se halla a un paso de la tumba! Desde mi interior se eleva un grito: ¡estás muriendo, ahora estás muriendo! Sólo quedan unos minutos y todo tu ser desaparecerá en la noche oscura de la aniquilación eterna y sin límites!

Amigos míos, este grito es desgarrador para quien está a un paso de su tumba, todavía admirando con un ojo las hermosas estrellas y con el otro vislumbrando la noche eterna y muerta, en la que ya no existe ni idea, ni conciencia, ni recuerdo!

¿Hacia dónde se esparcirán las cenizas dentro de mil años? ¿Qué huracán lo desenredará de la tumba, y cual ola de la mar lo devorará o cual otro sepulcro?

¡Ay, amigos. Dadme de beber, que tengo mucha sed. Dadme algún consuelo para aplacar mi gran pavor. Dadme del mejor vino -y mucho- para refrescarme y emborracharme y así facilitar la llegada de la muerte!

¡Ay, muerte horrorosa, la mayor humillación para el espíritu humano!, ¡tantos logros, tantos descubrimientos, a su mayor honra! ¡Este espíritu debe morir ahora, y como recompensa recibe la mayor humillación: la muerte, la aniquilación eterna!

¡Ay destino! ¡Ay Divinidad! Habéis creado eternas las estrellas, ¿porqué no hicisteis inmortal al hombre? ¡Ay, qué locura, debe ser muy grande esta divinidad si se alegra en crear lo más excelso para luego destruirlo para siempre o para que se convierta en gusanos o infusorios!

¿He de morir realmente? ¿Por qué debo morir? ¿Qué he hecho, qué han hecho tantos millones para tener que morir. En verdad en una casa de locos podrían haber inventado mejores normas para la creación que las de esta creación perecedera, dotada por una divinidad hipotéticamente sapientísima».

En estos momentos los amigos y médicos que rodeaban al astrónomo, le aconsejaron tranquilidad, que le sería necesaria para sanar. Aún no estaba escrito que el enfriamiento, aunque muy fuerte, significara que debía morir, pero las excitaciones de su mente sí que le podían costar la vida.

Estos consejos no hicieron mella en el astrónomo, incluso se enfureció más y exclamó en tono muy excitado: «Fuera, fuera de aquí con vuestra ayuda. Fuera con esta maldita vida. Si el hombre no puede vivir eternamente, entonces la vida es la mayor estafa y la única verdad es la muerte y la no-existencia. El sabio debe avergonzarse de esta vida atroz, que solo dura desde hoy hasta mañana. Yo tampoco quiero seguir viviendo. Me asquea más esta vida miserable que la muerte más humilde; dadme veneno, dadme un veneno fuerte, para dejar atrás esta vida atroz. Maldita sea esta vida, esta vida de mosquito, vergüenza a la fuerza original, o a la divinidad, o al espíritu que sea, que no pudo o no quiso dar al hombre, ser elevado, una vida de duración suficiente para medir las estrellas. Fuera pues con esta vida, fuera con esta estafa divina. Si no puede dar una vida mejor al hombre, da igual, que se lo quede. Adiós, amigos míos, me muero, deseo morir, ya que debo morir, ¡como espíritu humano elevado no puedo aguantar la vergüenza de esta vida de burla!».

Otra vez los médicos intentaron tranquilizar al astrónomo. Pero él enmudece. Los médicos le administran almizcle, pero él lo rechaza. Los médicos insisten en que tome la medicina, pero el enfermo comienza con estertores. Al cabo de algún tiempo se calman los estertores, pero ahora cae en un delirio -así parece a los que le rodean- y con voz en grito dice: «¿Dónde estáis, hermosas estrellas que tanto he admirado? ¿Os da vergüenza verme, que os ocultáis? No tengáis vergüenza, os espera el mismo destino. También pereceréis, tal como yo he muerto. Pero no os enojéis con el creador como me he enojado yo. Debía tener la mejor voluntad, pero poca sabiduría y poca fuerza, por esto todas sus obras son perecederas. Hubiese sido mejor no crearlas nunca, porque una obra imperfecta delata a un creador nada perfecto. Así que no os enojéis más con este pobrecito creador, que bastante tendrá que ocuparse de sí mismo para mantenerse Más Allá de la fugacidad de su propia creación. ¡Ay, pobre creador! Ahora comprendo que eres un ser bastante bueno y que te alegrarías si tu creación hubiese sido mejor, pero “Ultra posse nemo tenetur” (No se puede ir más allá de lo que se tiene) Si no has podido hacerlo mejor, es que no te era posible.

¡Ay, pobre hombre Jesús! Jesús, tú que has dado al mundo la moral más sabia con múltiples milagros aparentes. Tú también confiaste en tu Dios-Padre, que luego te abandonó por su evidente flaqueza, en el preciso momento en que debía apoyarte con su fuerza todopoderosa, cuando podía haber ahuyentado a todos tus enemigos. Ya era tarde cuando tú, clavado en el madero de la vergüenza, gritaste: “¿Dios mío, porqué me has abandonado?”. Fíjate bien, tu Dios ya te había abandonado hacía tiempo, porque le faltaban las fuerzas. Hizo lo que pudo, y hubiera hecho más, pero sigue valiendo lo dicho: “Ultra posse nemo tenetur”.

¡Ay, esto da risa! Ahora me he muerto, pero todavía vivo, como un asno burlado. Lo más raro es que me parece como si fuese imposible morir. ¿Pero dónde está la Tierra y donde mis amigos? No veo, ni oigo, estoy completamente solo, pero consciente, y mi memoria es clara y alcanza hasta más atrás de mi vida en el vientre de mi madre. Sí que es curioso. A lo mejor la divinidad me quiere demostrar que puede más de lo que yo me esperaba. ¿O quizás mi cuerpo todavía vive sus últimos momentos de aniquilación y mi vida actual es sólo un reflejo, tal como se percibe la luz de estrellas que se extinguieron en el espacio infinito hace trillones de años?

Ahora veo muy claro, mil veces más claro que durante toda mi vida terrenal, que esta vida aparente es eterna - matemáticamente expresado- ya que la luz que irradia no puede alcanzar nunca su límite; por lo tanto permanece. Pero, tal como ya dije, no veo, ni oigo, solo me veo a mí mismo. Ahora sí, silencio, me parece que escucho un murmullo, un cuchicheo. Además parece que me estoy adormeciendo. Pero no, no es sueño, más bien es como si estuviera despertándome. Pues sí, oigo voces, voces conocidas, se acercan, se acercan más!».

Aquí nuestro astrónomo enmudeció, sus labios dejaron de moverse. Los médicos dedujeron que ahora sí que había muerto; además, de su discurso no se había entendido casi nada, parecían más bien gritos agónicos, expresión de sus fantasías interiores durante el tiempo en que el organismo se vuelve rígido.

Los médicos aún intentaron los últimos medios de reanimación -pero sin que dieran fruto- y después sólo esperaron a que el astrónomo saliera de su letargo. Esperaron en vano, ya que la naturaleza no mostró sino la muerte corporal.

Cuando la naturaleza llega a «ultima linea rerum» (la última meta de las cosas) los médicos se despiden. Y nosotros también nos despedimos, no como los médicos, sino como espíritus que pueden seguir hacia el Más Allá al hombre muerto en la Tierra. Observemos lo que hará ahora.

Fijaos, allí está, como postrado en su cama y rodeado por los tres mensajeros que ya conocemos. ¡Y detrás de estos ángeles hay alguien más!

Escuchad, parece que todavía habla, «Ahora ya no oiga nada, Habrán sido imaginaciones acústicas. Todo está en silencio. ¿Pero qué pasa? ¿Aún existo? No puede ser que no exista si me siento, si tengo conciencia, si puedo pensar con total claridad, si puedo acordarme de todo, de todo lo que he hecho siempre, pero, ¡ay, qué noche, qué noche más oscura! Voy a permitirme una broma, voy a gritar, a gritar muy fuerte. A lo mejor alguien me oye. ¿No hay nadie cerca de mí que me pueda ayudar a escapar de esta noche oscura? ¡Ayudadme, si hay alguien por ahí!».

Ahora el mensajero A dice al B, «¡Hermano, levántale de su tumba!». Y el ángel B se inclina sobre el astrónomo y le dice: «Que sea lo que el Señor de toda vida y de todo Ser desea ¡levántate de tu tumba, hermano terrenal!».

¡Fijaos! el astrónomo se levanta y su cuerpo se deshace como una nube de polvo. Pero el astrónomo exclama: «¡Hermano, me has sacado de la tumba, líbrame también de la noche oscura!». Y el mensajero C dice: «Ese es el deseo del Señor desde la eternidad, que todas sus criaturas, y en especial sus hijos, tengan la Luz y anden en la Luz. Abre ahora tus ojos inmortales y mira todo lo que quieras. ¡Sea!».

Por primera vez el astrónomo abre sus ojos en el mundo espiritual, y puede percibir claramente su entorno y se alegra mucho de ver otra vez hombres -según su comprensión- y el suelo. Luego pregunta: «¿Queridos amigos, quiénes sois? ¿Dónde estoy? Me parece que estoy en un lugar conocido, pero por otra parte extraño. Además me siento muy ligero y sano y no comprendo como he llegado hasta aquí ni como vuestras palabras me han dado el poder de la vista. ¡Porque estuve ciego, hace poco!».

El ángel A dice: «Has muerto al mundo en tu cuerpo terrenal, y ahora estás viviendo para siempre en tu alma y en tu espíritu en el verdadero mundo de los espíritus. Nosotros tres somos ángeles del Señor, enviados para despertarte y guiarte por los caminos del Señor, tu Dios y nuestro Dios, hacia el Padre lleno de amor, paciencia y misericordia, Él que también es nuestro padre, y santo, santísimo. Al cual tú llamaste en la hora de tu muerte una divinidad débil, ya que fuiste ciego. Pero Él te lo perdona todo, porque fuiste débil y ciego. Ahora que sabes todo, ¡actúa en consecuencia y serás eternamente bienaventurado como nosotros!».

Dice el astrónomo: «¡Hermanos, amigos de Dios, guiadme a donde queráis, os sigo! Pero dadme fuerzas para que pueda alcanzar la gracia inconmensurable de poder ver a Dios. Me siento demasiado pobre, oprobioso e indigno eternamente para poder soportar la visión santísima. Pero allí veo a alguien más, que me mira con cara de amigo. ¿Quién es esta majestad? Seguramente también un mensajero del cielo?».

Dice el ángel A: «Sí, un mensajero de todos los cielos, ve hacia Él, el camino es corto. Él mismo te lo revelará».

El astrónomo va hacia la figura y ésta viene a su encuentro y le dice:

«Hermano, ¿no Me conoces?». Y el astrónomo contesta: «¿Cómo te puedo conocer si te veo por primera vez? ¿Quién eres, querido, esplendoroso hermano?».

El Amabilísimo dice: «Mira mis señales, Soy el pobre y débil Jesús, que vengo hacia ti en Mi debilidad para ayudarte en la tuya. Si viniese con mi poder, no tendrías vida. Porque escucha, la vida que ahora empiezas es como una planta delicada, no puede vivir sin aire pero un huracán la destruiría. Ámame como Yo te amo desde la eternidad y tendrás vida eterna!».

A esto contesta el astrónomo: «Oh, mi queridísimo Jesús, tú eres Aquel que ha dado la más preciosa enseñanza a los habitantes de la Tierra y ellos Te crucificaron. Enséñame el camino recto, que lleva hacia Dios, yo nunca Te crucificaré. Pero, si es posible, déjame ver toda la creación en su esplendor, todo lo que me ocupó durante mi vida».

Dice Jesús: «No será largo tu camino hacia Dios, si quieres emprenderlo en seguida, pero si antes deseas ver todas tus estrellas, el camino será largo. Ahora escoge, lo que prefieras».

Dice el astrónomo: «Mi queridísimo Jesús, mira, para Dios aún no he madurado lo suficiente, así pues, si es posible, deja que madure con los astros».

Dice el Señor: «Hágase según tu amor. Escoge uno de entre los tres ángeles para que sea tu guía, para que al final de tu viaje puedas comprender quien es tu Jesús, aquel que sólo conoces como hombre entre los hombres y como el crucificado».

Fijaos bien como el astrónomo sólo busca su agua y quiere acercarse nadando hacia Mí sin haberse dado cuenta que ya estaba a Mi lado. Por lo tanto, guardaos bien de todas las sabidurías mundanas, de los astrónomos o los geólogos, porque su ansia principal no es encontrarme a Mí, sino el amor a sus ciencias. Por esto os doy este ejemplo tan extenso. ¡Amén!

Tercera escena - Un hombre rico

Otra vez nos hallamos al lado de un moribundo, un hombre que ha sido muy rico, que administró bien su fortuna, dio una buena educación a sus hijos y no se olvidó de los pobres, socorriéndolos dentro de sus posibilidades, aunque también empleó el dinero en sus diversiones mundanas con algunas hermanitas pobres que se suelen vender por unos peniques. Siempre tuvo además en gran estima las Santas Escrituras, aplicándose a su lectura y creyendo firmemente que Jesús es el verdadero Jehová, información que obtuvo de los muchos escritos de Swedenborg que había leído.

Sus conocimientos le daban cierta arrogancia y se enfurecía si alguien hablaba con ligereza o desprecio de Jesús. Si alguna persona «anticristo» se encontraba en su compañía, más le valía retirarse a tiempo que esperar su ira que podía llegar hasta la violencia física. En resumidas cuentas, nuestro hombre fue un héroe del Cristianismo puro.

A una edad avanzada cayó enfermo debido a su gula durante un festín y más aún por haberse excedido en el vino y encamarse luego con una jovencita bien entrada en carnes. Cuando nuestro hombre volvió a su casa, sintió un malestar que creyó ser resaca. Pero se equivocó. A punto de meterse en su cama, cayó desmayado y, como decís vosotros, allí se quedo muerto.

Los suyos -con gran susto- intentaron lo imposible para reanimar a su patrón. Pero sin resultado: el que ha sido recogido por los espíritus angélicos no vuelve a despertar en este mundo.

Ya no podemos ver nada de este hombre en el mundo terrenal, por lo tanto nos vamos al mundo espiritual para observar como se comporta y hacia donde se dirige.

Hay que saber, que los hombres que mueren de un infarto, ni se dan cuenta de lo que les ha pasado y como han muerto. No notan ningún cambio, ni en su entorno terrenal, ni en su cuerpo, sintiéndose sanos, tal como eran en el mundo. Tampoco verán ángeles, aunque estos se hallen a su lado y tampoco oyen nada del mundo espiritual. Creen hallarse todavía en el mundo de los vivos. Comen y beben y viven en sus casas entre sus familiares, como si nada les hubiera ocurrido.

Así pasó también con nuestro hombre, pero fijaos bien, se halla en el mundo espiritual. En su dormitorio, que parece el mismo de la Tierra, se mete en su cama. Mirad como se revuelve buscando el sueño. Le parece extraño no poder conciliar el sueño. Pero los espíritus no duermen. Conocen una especie de calma pero nada parecido al sueño terrenal.

Escuchemos a nuestro hombre, a ver como se comporta. Dice: «Oye, Lini, ¿estas durmiendo?». Lini -su esposa- se incorpora y pregunta: «¿Qué quieres, Leopold, te pasa algo?». (Nota. La esposa y los hijos y otros miembros de su hogar están representados por espíritus enviados con este fin). El hombre contesta: «No, no me pasa nada, gracias a Dios me encuentra muy bien. Lo único es que no puedo conciliar el sueño. Ve y tráeme mis pastillas para dormir, tomaré unas cuantas a ver si lo consigo».

Lini se levanta y cumple el deseo de su marido. El traga las pastillas, pero no se duerme.

Al cabo de un rato vuelve a decir: «Lini, dame unas cuantas más, no me puedo dormir, cada vez me siento más espabilado».

Y le contesta Lini: «Déjate de pastillas, te pueden hacer daño. Mejor es que hagamos el amor, así te relajarás y luego podrás dormir».

El hombre, algo consternado, dice: «Sí, querida Lini, pero creo que hacer ahora el acto sexual será algo difícil, ya sabes por experiencia que después de un festín no estoy en buena disposición. La naturaleza me falla. Prefiero tomar más pastillas».

Contesta la mujer: «Qué extraño, mi querido esposo. Se dice que el rico y piadoso Leopold suele acudir después de tales fiestas a la casa de una cierta Cilli, y allí sí que demuestra su hombría, como un joven. Pero cuando luego en casa se le insinúa su Lini ya algo entrada en años, dando a entender que es la esposa y que también le cuesta a veces conciliar el sueño, Leopold encuentra razones miles, tanto teosóficas como filosóficas u otras, para aplacar los deseos de su mujer. Mira, Leopold, tú que dices amar la verdad, ¿cómo te sientes interiormente engañando a tu fiel mujer? Muchas veces me has hablado del adulterio como pecado abominable. ¿Y qué dices de ti mismo, sabiendo yo que eres un adúltero?».

El hombre, muy sorprendido contesta: «Lini, querida mujer, ¿como lo sabes? De verdad, algo así solo puedo haberlo hecho en estado ebrio, y si lo hubiera hecho, cuento que tendrás paciencia cristiana con mi debilidad humana y no dirás nada de ello en nuestro hogar. Querida mujer, sé razonable y no me hables más de este asunto, yo te quiero mucho a pesar de todo. No me lo tomes a mal, querida, no lo haré nunca más».

Dice Lini: «Ya lo creo. Cuando se ha vivido así toda la vida, engañando a la fiel esposa cada quince días e incluso contrayendo una fea enfermedad, entonces ya ha llegado la hora de apartarse de estos menesteres, de los cuales se dice en la Biblia: “Los fornicadores y adúlteros no entrarán en el reino de los cielos”. Ahora dime, hombre de tanta sabiduría divina, ¿qué harías sí el Señor te llamara en este instante? ¿Qué habría de tu santidad? ¿O acaso tienes por escrito que el Señor te otorgará el tiempo suficiente para mejorar y cambiar tu vida fundamentalmente? No quiero volver a hablar de esa hermana Cilli, pero tu inclinación sensual, que demostrabas hacia tu propia hija mayor antes de que se casara, sí que es una mancha indeleble ante Dios, y ante los hombres si se supiera; dime, ¿cómo te parece que lo verá Dios?».

Muy sorprendido el hombre dice: «Ay, mujer, sí que me estas martirizando. Y con derecho, sería ridículo negarlo ahora. Pero me duele y no comprendo que no hayas dicho nunca nada durante nuestra vida matrimonial, ¿ahora abres todas las compuertas para destrozarme?

Considera que los hombres somos débiles en la carne aunque en espíritu nos sintamos fuertes. ¿Y tú me perdonarás mis debilidades, no? Acuérdate que el Señor no juzgó a la adultera, igualmente el adultero arrepentido debe encontrar perdón. No me juzgues, mujer, yo me arrepiento y reconozco mi culpa hacia ti y hacia nuestra hija. Que el Señor Jesús me perdone, como tu me perdonas».

La “mujer aparente” dice: «Bien, todo lo pasado te sea perdonado. Pero procura no caer más en el futuro, no te beneficiará nunca más mi perdón. Aguantaré algún tiempo más, y ya veré. Pero tú no dormirás nunca más, porque, escucha, ya no estas en la Tierra, sino en el mundo espiritual. Yo, a quien tomas por tu afligida esposa, soy Tu Señor y Tu Dios. Manténte tal como estás ahora, si así lo deseas, pero si quieres avanzar, sígueme fuera de esta habitación de vergüenzas».

El hombre Me reconoce y sin palabras cae de rodillas ante Mí.

Y Yo le digo: «Levántate, tu amor es más grande que tus pecados, todo te sea perdonado. Pero aún no puedes vivir conmigo, todavía tienes apego a lo terrenal. Allí hay ángeles a tu servicio que te guiarán por los caminos rectos. Cuando tu residencia terrenal haya sufrido pobreza y miseria, encontrarás para siempre morada nueva junto a Mí. ¡Amén!

Mirad, esto es otro tipo de “agua”. Algunas personas se mantienen por más tiempo en estado natural que en el ejemplo de este hombre. Para él la espera será corta ya que en la vida terrenal dio amor e hizo el bien y luego demostró un arrepentimiento sincero por sus fallos».

Cuarta escena - Un dandi

Aquí la última hora y la muerte prematura de un dandi, que en su vida conocía poco más que fumar tabaco, jugar, comer, emborracharse y hacer la corte al mundo femenino, ocupándose en bailar, tocar valses en su piano, en fin, en todo lo mundano que se le presentaba. Y esto pese a haber estudiado en colegios y universidades. El dandi que presentamos fue hijo de padres bastante ricos que le malcriaron dejándole estudiar a su gusto, sin trabajar jamás.

Y para que el delicado muchacho no lo tuviera demasiado difícil aprendiendo el latín, lo colocaron en una pensión excelente, donde recibía buenos alimentos, para crecer fuerte aunque no en sabiduría ante Dios y ante los hombres, sino únicamente cuidando su cuerpo. Y si no lograba aprobar su curso, pues repetía, no fuera que se esforzara demasiado. Incluso pagaron a los profesores durante los estudios elementales, sobornando a los instructores para que sus asignaturas fueran aprobadas.

De este manera completó sus estudios nuestro estudiante, aunque bien poco habrá entrado en su cerebro. Luego en la universidad no logró superar sus exámenes, y como los estudios le asqueaban, se ocupó más bien en artes libres como fumar, beber, festejar, emborracharse, etc.

Tras pasar finalmente sus exámenes a trancas y barrancas, intentó ingresar en un bufete, aunque no le agradaba el olor a papel y tinta. Su madre siempre le daba suficiente dinero para vivir como un caballero, sin trabajo. Cortejaba a todas las jóvenes nobles, pidiéndolas en matrimonio, y muchos de estos noviazgos terminaron con la muchacha en «estado de buena esperanza» pero sin matrimonio.

Aparte de sus relaciones con las hermosas de cortas entendederas que confiaron en él, nuestro «funcionario» también trataba otras hembras que no esperan el matrimonio y se entregan por algún dinero.

Ocurrió que contrajo la sífilis en diferentes ocasiones y en diversos grados, y finalmente enfermó de tal modo que los especialistas ya no sabían como curarle. En consecuencia sus fluidos vitales se resecaron y parecía que el Señor hubiera olvidado crear una «hierba curativa» contra este mal. De modo que nuestro dandi, queriendo o no, tuvo que prepararse a morir. Mal trago para un adicto a las alegrías de Venus. Pero así es, todo lo carnal debe seguir el camino de la carne. Nuestro dandi, que tanto había disfrutado en su carne de las alegrías mundanas, ahora tenía que sufrir también en la carne.

Fijaos bien como se retuerce en su lecho maloliente, como grita pidiendo agua y aire. Pero ya no puede ingerir nada, su garganta está reseca y no puede absorber ni una gota. Su respiración es entrecortada y angustiada porque el pulmón también esta resecándose. La voz se le quiebra igualmente, y bajo grandes dolores intenta articular alguna media palabra. Aún quiere maldecir y quizás decir alguna frase importante citando a Voltaire o a Sir Walter Scott, pero la gran sequedad y los dolores no le dan tiempo a concentrar sus pensamientos. Así está postrado en su lecho y sólo estertores salen de su garganta de vez en cuando.

Así termina a menudo la vida de un libertino. Como ya no hay nada que observar en el fallecimiento de este dandi, iremos al otro mundo para ver como este «hombre» entra en él.

Fijaos, se ve el mismo lecho que en el mundo, y él está acostado. Ahora aparece a su lado un ángel con una antorcha en la mano, para quemar con esta llama espiritual el último jugo vital del dandi.

Con esta clase de personas aparece un solo ángel porque su alma y su mente están casi muertas. Unicamente entra en acción el ángel vengador que rige la carne y el espíritu nervioso, destruyendo y quemando, de manera que los últimos restos del alma vuelvan a entrar en este espíritu tan destrozado, salvando así al moribundo de la muerte eterna.

Él (el ángel) no le hablará a este hombre, le llevará al Más Allá quemándole con la antorcha. Esto ocurre con hombres de este tipo como última manipulación de gracia para que no se pierdan del todo.

Este acto es parecido a la leyenda pagana de Prometeo. Los espiritualizados hombres originarios veían el mundo espiritual y lo que allí sucedía, que solía pasar menos intensamente que en nuestro tiempo, más sensual que Sodoma y Gomorra. Las leyendas persisten, aunque muy adulteradas por el transcurso de las edades.

Aquí encontramos otra vez el mismo Prometeo, en su obrar propio. Pero mirad, el ángel solitario ha terminado bien su tarea. La carne de nuestro dandi ha sido quemada totalmente y desde las cenizas se levanta muy lentamente no un ave Fénix hermosa y rejuvenecida, sino un torpe mono parecido a un viejo y gastado cinocéfalo. Está mudo y puede ver escasamente. El tipo de animal que surge depende de las partículas específicas del alma que les queda a estos hombres que han llevado una vida desordenada, resultando a veces que ya no les queda ninguna. Así pues este hombre surge con alma de mono. Hay otros que se arruinan de tal modo que sólo les quedan partículas de horrorosos anfibios.

Tampoco se puede determinar «el agua de su vida» porque antes debe -como se suele decir-ir a pastar bajo la vigilancia de espíritus especialmente asignados. Puede que dentro de cien años estos espíritus cuidadores de animales inferiores logren que recobre su alma humana.

Más no se puede explicar de esta alma, pronto daremos otro ejemplo.

Quinta escena - Una loca por la moda

Ahora seguimos con el relato de otra muerte temprana, la de una joven loca por la moda; tanto se entregó al baile que en vez de conseguir novio, encontró la muerte prematura.

Una joven de diecinueve años, muy agraciada de cuerpo, es invitada a un baile de la nobleza, invitación que acepta con permiso de sus padres. En seguida se afanó por encontrar una tela adecuada para su vestido rebuscando entre miles de piezas en las tiendas de moda. Luego lo encargó a la modista cortado a la última moda de París o de Londres, o quizás de Madrid o Nueva York, para poder aparecer en el baile con un atuendo tan extraordinario que llamara la atención.

La modista trabajó con bastante miedo sabiendo lo exigente que era su cliente, pero logró realmente una obra maestra de vestido de fiesta. Era un vestido que podía llevarse sin corpiño, aunque suaves cintas elásticas apretaban la cintura de nuestra heroína para hacerle aparecer más delgada que su cuello.

Este vestido según la moda New Yorkiner se convirtió por así decirlo en causa de su muerte súbita y prematura. Bailando alocadamente con un rico mono que le llamó la atención, se le reventó una artería dentro del pulmón, y en pocos instantes la gran perdida de sangre la dejó muerta.

Cuando sufrió el colapso en medio de la pista de baile y, para horror de tantas otras muchachas y damas igual de inadecuadamente ceñidas, un chorro de sangre salió de su boca rosada, vinieron corriendo padres, parientes y médicos. Le arrancaron el vestido del cuerpo, le echaron agua fría encima, le dieron medicamentos, pero ya no había nada que hacer.

Todos se pusieron a llorar y a lamentarse. Los padres y el mono noble de su amante hasta se arrancaron los pelos de la cabeza. Unos maldijeron la mala suerte, otros se condolieron de la

infortunada. Muchas se marcharon del baile, llevándose a casa la advertencia, que no duraría más que el tiro que ahuyenta los gorriones del tejado.

En este caso, poco de importancia podremos observar en el mundo espiritual, pero os mostraré su paso al mundo de los espíritus.

Fijaos bien, vemos a nuestra heroína todavía en el suelo en medio de un charco de sangre, y a alguna distancia, a un espíritu angelical con los brazos cruzados. En el semblante de este espíritu protector se ve la tristeza que siente contemplando la locura de los hombres, sabiendo que no puede ayudar.

¿Qué hará este ángel triste? Se acerca al cadáver de la muchacha, también es visible en el mundo espiritual. Ahora le dice: «¡Ay, ser insensato! ¿Qué he de despertar en ti si se mire por donde se mire todo está muerto? ¡Ay, Señor, ten piedad ! El poder que me has otorgado no es suficiente; ¡alarga tu mano poderosa sobre esta necia y haz según tu voluntad!».

Pero mirad, allí se acerca otro ángel muy fogoso. Su fuego prende a la muerta que en un instante se convierte en cenizas. (Esto no se ve en el mundo natural, es un hecho que concierne al cuerpo espiritual). Algo se mueve dentro de las cenizas. Y el ángel reza, terminando su oración con las palabras: «Señor, ¡hágase Tu voluntad!».

El segundo ángel se aleja, pero el primero se mantiene al lado de las cenizas en movimiento. Este movimiento no es sino la reordenación de las partículas específicas del alma, muy pervertidas y destruidas. Y esto se hace por Mi poder. Ahora veréis lo que ha quedado del alma de aquella muchacha.

Mirad, se levanta una nubecita gris. Esta nube se modifica. Ahora ya se aprecia una forma, aunque no se parece en nada a cosa ninguna de la Tierra. La cabeza parece de murciélago, el cuerpo de langosta, las manos como las patas de un ganso y los pies de cigüeña. ¿Os gusta esta moda fruto de la moda mundial? La moda en sí no es algo tan extraordinario, pero que alguien sea tan necio por así decirlo, suicida, es otra cosa. ¡Difícilmente entrará en la Luz de los cielos!

Habrán de pasar centenares de años hasta que vuelva a surgir una forma humana, y esto con mucho dolor. Después será en el mundo de los espíritus algo parecido a lo que en la Tierra son los albinos: un ser que rehuye la luz.

No hay nada más que observar o aprender, así pues hasta el próximo ejemplo.

Sexta escena - Un militar

Ahora nos hallamos en el aposento esplendoroso del rey. Todo reluce de oro y plata, de piedras preciosas, y de pinturas valiosas para el mundo. El suelo de la estancia está cubierto por alfombras asiáticas, finísimos cortinajes cubren los cristales de las ventanas, y lo que han costado daría de comer a mil pobres durante un mes. El aposento del enfermo esta repleto de armarios, mesas, sillas, sofás y otros muebles de gran valor, y buenas esencias perfuman la habitación del ilustre enfermo. Los médicos más afamados rodean la cama ricamente adornada en la que espera su recuperación. Celebran consejo y cambian los medicamentos cada hora. En la estancia contigua dos monjes no paran de leer oraciones latinas de sus libros rojos y negros. En todas las iglesias y capillas se celebran misas rogatorias por el restablecimiento del gran militar. Pero no sirve de nada. Para su enfermedad no existe tratamiento ni en la farmacia, ni en el breviario, ni en el misal. Hay que mostrar de una vez como han sido sus actos.

Fijaos bien en el enfermo, se comporta muy valientemente. Pero este valor es solo aparente, en el fondo de su ser, el héroe está lleno de miedo y desesperación, maldiciendo la enfermedad tan dolorosa como un húsar maldice a su caballo que se niega a obedecer. ¡Vaya historia! Por un lado rezan los monjes, secretamente con el deseo contrario (por un motivo especial), mientras por otro el enfermo pronuncia maldiciones que dan vergüenza. Al aumentar sus dolores, haciéndose casi insoportables, el paciente se enfurece sobremanera y, sorprendiendo a los que le rodean, chilla a gritos: «Puta vida. ¿Creador, si es que existes, no me la puedes quitar de un modo menos doloroso? Me cago en esta puta vida y en todos los diablos, si existen. Eh, vosotros, médicos, más torpes que los burros que no valéis ni la pólvora, dadme una pistola cargada, ¡así me administraré la medicina para librarme de una vez de esta vida de perros!».

Un asistente se le acerca con la intención de tomarle el pulso y ruega al paciente que conserve la calma. Pero el ilustre paciente se incorpora y dice: «Acércate, mal bicho, perro médico que eres, me voy a desquitar contigo. Vete al diablo, necio. ¿Quieres martirizarme aún más con el opio? Mira qué listos estos sabihondos: cuando ya no saben que hacer, traen la droga para que el enfermo se duerma y ellos puedan conseguir algunas horas de tranquilidad, riendo entre sí mientras preparan la factura, que cada cual presentará después de mi muerte. ¡Hahaha, ya os veo venir! Fuera de aquí, perros, que me estáis quitando la poca fuerza que me resta de esta horrorosa y puta vida. Eh, ¿qué veo allí en el otro cuarto? ¿Dos imbéciles vestidos de negro? ¿Qué están haciendo? Creo que están rezando por mi alma. ¿Quien les ha llamado? Fuera con ellos, si no, me levanto y les disparo como a perros».

Después de este estallido militar los monjes se escabullen rápidamente; los médicos se encogen de hombros y el paciente enmudece; con terribles contracciones de su cara empiezan los estertores. No quedando en el mundo nada importante que observar, pasamos ya a la vida de los espíritus. Pronto veremos la entrada de nuestro héroe en el mundo espiritual.

Como siempre, contemplamos al paciente en su lecho, en un aposento igual al suyo de la Tierra. Aún podéis percibir sus estertores y como en sus últimos respiros llega a morderse la lengua lleno de rabia.

Ya podéis ver al ángel vengador, que libera de la carne aristocrática y orgullosa de nuestro héroe al alma enfurecida. El ángel esta armado con una espada llameante, señal del poder otorgado por Mí y demostración de su valor ante los grandes héroes terrenales y ante todo el infierno.

Mirad, ha caído el último granito de arena del reloj de nuestro héroe y el ángel le toca con su espada llameante y le dice: «¡Levántate, alma perezosa, y tú, polvo orgulloso, déshazte en el mar de iniquidad sin fondo!».

Fijaos, el cuerpo desaparece y ya no se ve nada de toda la majestuosidad terrenal de su aposento. Lentamente se levanta el alma, grisácea, muy encogida, insegura sobre la arena movediza que parece a punto de engullirla. Mira a su alrededor lleno de rabia e incertidumbre pero no percibe nada salvo a sí mismo. Aunque se ve diferente a como le vemos nosotros; se ve como mariscal, con todas sus condecoraciones y adornado con una espada.

«¿Pero dónde estoy?», dice el héroe. «¿Qué diablo me ha traído aquí? Nada, nada de nada.

Mire por donde mire, no veo nada. Ni siquiera debajo de mí.

¿Acaso soy sonámbulo, o estoy soñando, o me habré muerto de verdad? Me siento sano y libre de dolor, recuerdo toda mi vida, que estaba gravemente enfermo e insulté a los necios médicos, que mandé al diablo a los dos farsantes y también que, bajo la tensión de aquellos dolores inaguantables, he dicho groserías contra el creador. De todo esto me acuerdo perfectamente. También de que estuve muy furioso y con ganas de destrozarlo todo. Pero ya pasó todo. ¡Si por lo menos supiera donde estoy y lo que ha sucedido!

Parece que aclara algo alrededor, pero mis miradas no alcanzan a ver nada, sólo oscuridad.

¡Maldita sea! Si uno no se entrega ahora al diablo, no lo hará nunca.

Qué extraño, me siento cada vez más espabilado, más vivo, pero se mantiene el vacío alrededor. Seguramente me encuentro en una especie de letargo. Pero dicen que en ese caso puede seguirse oyendo y viendo lo que pasa; en cambio yo ni veo ni oigo, así que no puede ser un letargo.

Aquí no hace ni frío ni calor, está oscuro, pero hay una débil penumbra. No puedo explicarme mi estado, ni por qué estoy completamente solo; me siento alegre, hasta podría actuar de payaso, pero tal como me veo no podía haber estado más solitario ni en el vientre de mi madre. En verdad, si tuviera aquí conmigo un ¿como se dice?, un, pues, ¿como se dice?, ah sí, una “personita humana”, creo que me olvidaría que soy un mariscal con cinco docenas de antepasados ilustres. Lo daría todo únicamente por tener la compañía de una personita aunque fuera de la más baja estirpe.

Si por lo menos pudiera saber dónde me hallo. Si esta situación ha de durar va a ser muy aburrido. Alguna vez he oído hablar de Dios, creo que me voy a dirigir a Él. Desde luego, me comporté algo ariscamente, pero, si es Dios, no lo tendrá en cuenta. ¡Hola, mi Dios, mi Señor! ¡Si existes, ayúdame a salir de esta situación fatal!».

A esto llega un ángel y dice: «Amigo, permanecerás en esta situación mientras quede una gota de soberbia en ti, así pagas hasta la última gota de sangre que has vertido de miles de hermanos tuyos. Arroja lejos de ti todas tus condecoraciones militares, y de esta manera encontrarás algo de Luz y compañía, pero guárdate de meterte con tus semejantes, si no estás perdido.

Sobre todo dirígete al Señor, para que tu camino se haga ligero y corto. Amén».

Nuestro héroe no está dispuesto a seguir el consejo del ángel. Así que el ángel le abandona, y él debe pasar algunos cientos de años en esta situación suspendida. Vosotros ya os dais cuenta en qué «agua» se halla; no hablaremos más de él.

Séptima escena - Un Papa

En este ejemplo vamos a pasar directamente al Más Allá y a observar a un hombre que jugó un papel muy importante en el mundo. Al final pensaba que el mundo existía para él y que podía hacer lo que quisiera, atribuyéndose ser representante de Dios y sintiéndose por encima de los demás. Pese a todo también le tocó «morder el polvo» y no le sirvieron como protección ni su poder mundano ni su representación de Dios.

Fijaos, es cerca de medianoche y un hombre enjuto, de color muy oscuro, se pasea lentamente oteando a uno y otro lado.

Junto a él se ve un hombrecillo, parecido a un mono negro, que da vueltas alrededor de nuestro hombre, como si tuviera cosas muy importantes que tratar con él. Acerquémonos para comprender las curiosas conversaciones que lleva consigo mismo, incapaz de vernos ni de percibir su acompañante.

Estando cerca de él, escuchad lo que dice: «Todo es mentira, todo es vanidad, y el estafado aún es el más feliz, pero desgraciado el estafador, si lo es a sabiendas. Aunque si engaña sin saberlo, si miente y estafa sin saberlo, entonces se le puede felicitar, porque así un burro engaña a otro burro y ambos se contentan con el mismo mal pienso. ¿Pero qué soy yo? Fui la cabeza, todos debían creer y hacer lo que ordenaba, en cambio yo siempre hice lo que se me antojaba; mantuve en mis manos las llaves del poder, como alguien que toma sin preguntar si tiene derecho a ello. Sabía todo, sabía que todo era mentira y engaño, pero obligué a todos a creer el engaño y la mentira porque provenían de mí, y todo lo que yo decía o daba por escrito significaba la verdad pura.

Considero que la muerte en el mundo es el término final de toda existencia. Mi fe secreta y firme era ésta y ninguna sabiduría terrenal me hubiera podido dar otra. Pero ahora resulta que tampoco es verdad, es igualmente mentira porque sigo viviendo aunque haya muerto mi cuerpo.

Desde los púlpitos hice predicar sobre el cielo, el purgatorio y el infierno, otorgué indulgencias, declaré santos a una multitud de muertos, mandé que se cumpliera con el ayuno, las oraciones, la confesión y la comunión, y ahora, ¿dónde estoy? No entiendo nada. Si existiera el juicio, ya me habrían juzgado. Si existiera el cielo, yo tendría que ser el primero en entrar, ¿no me otorgó la voluntad de Dios mi puesto de representante de la Iglesia de Cristo en la Tierra? Lo que luego hiciera con este poder siempre sería por voluntad superior ya que, según las Escrituras, sin la voluntad divina ni se tuerce un pelo de nuestra cabellera ni ningún gorrión cae del tejado.

Me confesaba y tomaba la comunión según las reglas antiguas, aunque hubiese podido abolir para siempre las normas estrictas de la confesión y la comunión, cosa que no hice teniendo en cuenta conveniencias políticas. Si existiera el infierno, también habría razones suficientes para encontrarme allí: ante Dios cualquier hombre es un asesino. O cuando menos debería estar en el purgatorio, ¿no dicen que les toca a todos los hombres por lo menos durante tres días? Pero no me sucede ni lo uno ni lo otro, por lo tanto todo es engaño y mentira: no hay ni Dios, ni Cristo, ni María, ni cielo, ni purgatorio, ni infierno. El hombre vive por las fuerzas de la naturaleza y siente según la concentración dentro de sí de las diferentes fuerzas naturales, que probablemente se juntan para crear una unidad. Mi tarea es ahora investigar estas fuerzas y formar con ellas un cielo cuando las conozca mejor.

Noto que alguien está tirando de mi toga pontifical. ¿Qué será? ¿Hay algún espíritu invisible cerca de mí, o es el viento? Desde luego es muy extraño este desierto inmenso, uno puede dirigirse a cualquier lado y siempre persiste la soledad total. Uno puede llamar, gritar, maldecir, reñir, o rezar a quien sea, nada se mueve, todo está desierto y desolado. A lo mejor ya han pasado algunos años desde mi muerte en la Tierra, pero yo permanezco de manera bastante dolorosa y fatal en mi soledad, con el desierto bajo mis pies. Cierto es que tengo sitio suficiente, pero el enigma de dónde me encuentro y qué será de mí en el futuro, y si existiré eternamente o sí terminaré deshaciéndome, sigue sin resolver.

¡A investigar las fuerzas naturales en mi interior, pues así pronto sabré qué será de mí!». ¿Os habéis dado cuenta de los razonamientos de este representante de Dios en la Tierra?

Mucho tiempo pasará en sus cavilaciones, tal como se las insufla su compañero invisible. Es el destino de los hombres que han alcanzado un lugar tan alto en el mundo, encontrarse solos, ya que en la Tierra, enalteciéndose, se aislaron de los demás.

Este aislamiento es una gracia para ellos, porque les posibilita volver al camino recto. Pero esto dura mucho tiempo, deben atravesar todos los grados de la noche y la oscuridad, padecer penurias, sentir dolor, en fin, sufrir todas las penas del infierno.

Una vez soportado este viaje solitario, que puede durar quinientos años, o mil, o también diez mil, el recalcitrante recibirá la compañía de espíritus severos. Si no se deja guiar por ellos, le dejarán otra vez solo, sufriendo todos los dolores que tuvieron que aguantar los perseguidos bajo su mandato o el de sus predecesores, y haciéndole ver las crueldades obradas durante su imperio o el de antecesores suyos. Si este tratamiento aún no le endereza, se le dejará tal como está; pero sentirá hambre y sed, dos maestros que casi siempre consiguen corregir al reo.

Habéis vista otra imagen del Más Allá, y cómo es el agua de un dirigente, que debe nadar a través de ella hasta alcanzar la orilla de la verdad, de la compasión y del amor. Nada más de este hombre.

Octava escena - Un ministro

Como los grandes del mundo deben morir también, no habiéndose descubierto aún ningún seguro contra esta fatalidad de la vida, ni habiendo podido lograrlo la política ni la diplomacia, le tocó a nuestro ministro despedirse de esta vida temporal para entrar en la eterna. Para tales personas morir es lo más desagradable, pero al ángel vengador no le importa. ¡Cuando la medida está colmada, se lo lleva sin piedad y sin perdón!

Nuestro ministro, un hombre muy apreciado por sus conocimientos mundanos, cayó enfermo a una edad apreciable, sufriendo una fiebre reumática que le produjo muchos dolores durante quince días, sin que los medicamentos le aliviaran nada: más bien aumentaron sus sufrimientos. Finalmente se enfureció de tal manera que amenazó con encarcelar a los médicos si no lo curaban pronto.

Pero en vez de cumplir sus amenazas, al decimosexto día de su enfermedad cayó en coma del que no se despertó sino la hora última antes de su fin. Esta hora le bastó para manifestar su última voluntad: repartió sus enormes bienes, y se acordó muy poco de los pobres, como es costumbre en personas de su índole, porque ¿qué significan unas cuantas miles de monedas al lado de los millones que deja? También recordó a la iglesia con una donación, pero no por una fe ciega, sino en el convencimiento de que, como en política, todo debe tener su recompensa.

Tras haber comunicado su última voluntad, muere sin haberse confesado y comulgado, actos que en su fuero interno no consideraba importantes. Había terminado con el mundo para siempre; así que tampoco nos entretendremos más con su cadáver. Miremos hacia el Más Allá para ver la expresión de nuestro tan altivo aristócrata.

Allí está, con su atuendo de estadista, rodeado por cuatro espíritus angélicos, aunque él sólo ve uno. El lugar le parece su despacho ministerial, donde tenía la intención de ocuparse de asuntos importantes.

Ahora ve los cuatro espíritus angélicos dentro de su gabinete, y se enfada mucho ante la desfachatez de aquellos, en su opinión, «estafadores». Se levanta de golpe, queriendo tocar la

campanilla, pero ésta no emite ningún sonido. «¡Traición, alta traición! -grita- ¿Como lograron estos granujas entrar en este gabinete exclusivo, donde se encuentran archivados los documentos secretos del estado? ¿No sabéis que la alta traición se castiga con la pena de muerte? ¿Quién ha inutilizado la campanilla para que no funcione en este momento crucial? ¿Confesadlo, malvados, quién es vuestro mandamás?».

El primer ángel dice: «Escucha bien y con paciencia lo que te voy a anunciar. Conozco el buen orden según el cual ninguna persona, fuera del rey, puede entrar en este gabinete. Si aún fueras del mundo, no nos hubieras visto. Pero has muerto corporalmente y ahora te hallas en el mundo de los espíritus, donde sólo hay un Señor, en tanto todos los demás son espíritus hermanos, buenos y malos, siempre según sus actuaciones en la Tierra. El Señor nos da benévolamente derecho a visitar, ofreciendo nuestros servicios, a cualquier persona que nos quiera recibir.

Este es el encargo del único Señor, avisarte y explicarte que en este mundo eterno ya no existen honores mundanos, ni posiciones unidas a la política; este aposento, tu vestimenta y todos los importantes papeles de estado son imágenes de tu fantasía que aún sigue muy atada a la Tierra, pero todo ello desaparecerá pronto, si nos sigues. Si te dejas guiar, tu camino hacia el reino de la vida eterna será fácil, allí hallarás bienaventuranzas en abundancia. En cambio, si no quieres seguirnos, te será muy duro alcanzar el reino de la vida en Dios. Mira, durante tu vida fuiste un hombre importante con mucho poder, siempre con licencia de Dios: pero este poder despertó en ti la megalomanía, que te ha llevado a muchos hechos no previstos en el orden divino. Tu poderío y tus ganas de dominar te han hecho perder la fe en el Señor y en cierto modo también tu amor al prójimo, haciéndote inútil para el reino de Dios.

El Señor sabe de la pesada carga que tuviste que sobrellevar, y tiene piedad de ti. Por esto nos envió, para salvarte y elevarte y no para hundirte bajo el peso te tus honores mundanos. No consideres esto un juicio, no hay otro juez que el libre albedrío de cada hombre. Tampoco pienses en el infierno. No hay infierno, a no ser en el interior del hombre: él mismo se crea su propio infierno. Pero tampoco hay cielo como recompensa por las buenas obras; la palabra del Señor Jesús sea tu deseo, debes buscarle a Él y sólo a Él. Si le tienes, tienes todos los cielos y todo el poder que procede del amor, mucho más poder del que detentaste en la Tierra con todos tus conocimientos y tu alta posición. Ahora ya lo sabes todo, actúa según tu libre albedrío en el nombre del Señor. Amen».

El ministro dice: «En verdad, vuestras palabras me parecen sabias y me garantizan que todo debe ser tal como me lo habéis explicado. También me doy cuenta que he muerto corporalmente. Pero no entiendo que el tal Jesús, un judío, fuese el único Dios y Señor. ¿Quién es entonces el “Padre” y el “Espíritu Santo”? Fijaos, esto no esta de acuerdo con la propia enseñanza de Jesús, primero que habló de la Divina Trinidad. Perdonadme, pero no os puedo seguir tan rápido como lo deseáis, a no ser que me podáis convencer en seguida».

Dice el ángel: «Hermano, no puede ser tan de prisa como crees. Primero despójate de tu vestimenta estatal y ponte un vestido de humildad y autonegación, y pronto estarás convencido de todo lo que aún te parece inconcebible».

Contesta el ministro: «Muy bien, haced conmigo todo lo necesario, liberando mi alma de todo lo mundano, y veremos».

Ahora se acercan los otros tres ángeles, quitando al hombre su traje de gala, y cubriéndole en cambio con unos trapos sucios bastante deteriorados, de color ceniza. El segundo ángel le dice: «Ahora llevas el vestido de la humildad. Pero el vestido sólo no basta, debes ser humilde de hecho. ¡Síguenos!».

El hombre les sigue y llegan a una granja y le dicen: «Mira, aquí vive un hombre bruto que tiene rebaños de cerdos. Debes entrar a su servicio y contentarte con lo que te paga. Será duro e injusto, pero lo debes soportar con paciencia, sólo en la misericordia del Señor encontrarás tus derechos.

Si te pega, no devuelvas los golpes; preséntale tu espalda como un esclavo, tal como lo has visto hacer en la Tierra cuando algún pobre soldado ha debido sufrir un duro castigo según la disciplina militar, a veces injusto. ¡Si puedes aguantarlo todo con paciencia, lograrás un destino mejor!».

A lo que contesta el hombre: «Agradezco humildemente vuestra instrucción. Ahora, embaucadores, devolvedme mi traje de estado; ya me abriré camino. Fijaos en estos tipos, me quieren convertir en un porquero, yo, que puedo contar por lo menos con veinte ancestros. Me las pagaríais si aún estuviera en el mundo. Se hacen llamar mensajeros de Dios y no son más que vagabundos. ¡Esperad, que esta mensajería divina os costará cara!».

Mirad, los ángeles le devuelven su traje de estado y le dicen: «Como quieras. Aquí tienes tu vestido terrenal. Si no deseas andar en los caminos de la vida, vete por los tuyos. Nuestro servicio contigo ha terminado».

Ya veis en qué clase de «agua» se ha metido nuestro hombre; y tendrá que nadar mucho tiempo hasta que encuentre el camino del hijo pródigo que desea volver a su padre.

Que cada cual se guarde bien de la soberbia, siempre trae consecuencias. Pronto otro ejemplo.

Novena escena - El Obispo Martín

Un obispo, muy presumido y que se daba muchos aires por su dignidad y sus ordenanzas, se puso enfermo.

El que siempre -como sacerdote- pintaba en colores muy vivos las alegrías del cielo, hablando sin descanso del gozo y de la bienaventuranza en el reino de los ángeles, sin olvidarse de mencionar también el infierno y el purgatorio, ahora, habiendo alcanzado casi los ochenta años de vida, no demostró ningún deseo de entrar en este cielo tan alabado; hubiese preferido seguir otros mil años de vida terrenal a entrar en un futuro celestial con todos sus gozos.

Por esto hizo emplear todo lo humanamente posible para recuperar la salud terrenal. Los mejores médicos le rodearon; en todas las iglesias de su diócesis se decían misas en favor de su restablecimiento, y a todos sus corderillos les ordenó rezar por él y hacer promesas piadosas a cambio de indulgencias plenarias otorgadas por él. Dentro de su aposento se instaló un altar, para celebrar tres misas por las mañanas por su restablecimiento; por la tarde los tres monjes más piadosos debían rezar sus breviarios ante el «Santísimo» expuesto.

Muchas veces exclamaba: «Ay, Señor, ten piedad de mí. Santa María, querida madre, ayúdame, ten piedad por mi dignidad obispal y por mis gracias, que llevo en honor de tu hijo. No abandones a tu hijo fidelísimo, tú, apoyo en la penuria, bastión de los que sufren». Pero de nada le sirvió; nuestro hombre cayó en un sueño profundo para no despertar más en este mundo.

Todas las ceremonias «superimportantes» que se celebran (en la Tierra) con el cadáver de un obispo ya lo conocéis y no hace falta detenernos por más tiempo. Pasemos al mundo espiritual y veremos que hace nuestro hombre.

Le vemos en su lecho, y mientras queda un poco de calor en su corazón, el ángel aún no desprende su alma del cuerpo. Este calor es el espíritu de los nervios, que debe introducirse totalmente en el alma, para que el ángel pueda actuar; todo debe seguir su orden.

El alma de este hombre ya ha absorbido totalmente el espíritu de los nervios y el ángel dice: «¡Epheta -que significa, “ábrete”- alma, y tú, polvo, retírate hacia la descomposición en el reino de los gusanos y de los hongos! Amén».

¡Mirad!, el obispo se incorpora con todo su atuendo majestuoso tal como lo había llevado en vida, abre los ojos y mira alrededor con gran sorpresa -porque no ve nada, ni siquiera al ángel que le despertó- El paisaje aparece en una luz suave, como la del atardecer y el suelo parece cubierto de líquenes secos de los Alpes. Nuestro hombre está muy sorprendido y hablando consigo mismo dice: «¿Qué es esto? ¿Donde estoy? ¿Vivo todavía o he muerto? ¡Estuve enfermo y a lo mejor ya me encuentro entre los fallecidos! ¡Sí, sí, por Dios, esto debe ser! ¡Oh, Santa María, San José, Santa Ana, mis tres poderosos puntales! ¡Venid, venid y ayudadme a llegar al cielo!».

Durante un rato mira alrededor esperando verlos acudir. Pero no viene nadie. Vuelve a gritar, con más fuerza, y sigue esperando; pero nadie aparece.

Repite sus gritos una tercera vez, pero sin resultado.

Ahora se asusta de veras y desconsoladamente dice: «¡Oh Dios mío, Señor, auxíliame! -pero esto es solo una muletilla- ¿Qué es lo que pasa? ¡Tres veces he llamado y todo en vano! ¿Acaso estoy condenado? No puede ser, porque no veo el fuego y ningún... ¡Dios me libre! ¡Ay, (temblando), es terrible! Tan solitario. ¡Ay, Dios! Si ahora apareciera un... “Dios-me-libre”2, y yo estoy aquí solo, sin agua bendita, sin crucifijo, ¿qué puedo hacer?

¿Acaso el Dios-me-libre, tiene afición especial por un obispo? ¡Ay, ay! (temblando de miedo), qué embrollo. Creo que ya comienza el llorar y el rechinar de dientes. Me desharé de mi vestimenta de obispo, así el Dios-me-libre no me reconocerá. ¿O acaso tiene más poder? ¡Ay, ay, qué cosa más horrorosa es la muerte!

Si estuviera muerto del todo, no tendría miedo, pero este estado después de morir, esto es del.... ¡ay Dios, ayúdame.!

¿Qué pasaría, si me fuera? No, no, me quedo, ahora sé lo que hay aquí por mi corta experiencia, pero si doy un paso más, hacia delante o hacia atrás, ¿quién sabe las consecuencias?, solo Dios. En el nombre de Dios y en el nombre de la Santísima Virgen María, me quedo hasta el Juicio Final. ¡No me moveré ni un palmo!».

Las siguientes experiencias y como es guiado este personaje bastante piadoso a su manera, se relata como sigue:

La escena de muerte descrita es el principio (resumido) del capítulo del libro sobre el Más Allá titulado «Obispo Martín»3 que describe la guía espiritual de un obispo desde su paso del mundo terrenal al espiritual y hasta su perfeccionamiento celestial.

¿Qué le ocurrió al obispo después de estas primeras experiencias al acabar de morir?

Se estaba aburriendo mucho, le pareció que ya llevaba una eternidad solo, y se alegró grandemente cuando llegó compañía. Fue Pedro quien se presentó como guía suyo y en los primeros momentos lo tomó por un hermano de oficio. Pedro instruye a Martín y le da consejos del Evangelio, lo emplea, y todos los trabajos los debía cumplir con humildad, para así superar las flaquezas de su vida terrenal. Luego su guía le dejó para que Martín tomara sus decisiones libremente.

Martín encuentra que su guía le ha abandonado y se enfurece mucho. En vez de «caminar los caminos del Señor» con humildad, se dirige hacia el «atardecer», encontrándose pronto en la «medianoche», en una oscuridad total. Su estado anímico le hace vagabundear por un paraje pantanoso, llegando finalmente con un sentido de total abandono a un mar, allí no puede ni volver atrás ni ir hacia delante. En su desesperación se encuentra con un marinero muy amable, el Señor bajo esta apariencia, que le presta ayuda y le hace subir a su barca.

Aquí se entabla una conversación, revelando Martín su estado anímico lo que le lleva a su autoconocimiento y su conversión.

Damos un extracto de este dialogo (capítulos 13-17):

(El Señor como marinero contesta a Martín, que se ha quejado amargamente de la injusticia de su destino):

«... Por supuesto que es bastante fastidioso estar sólo mucho tiempo; pero una soledad así tan prolongada no deja de tener sus ventajas: dispone uno de mucho tiempo para reflexionar sobre muchas necedades, para abominarlas, deshacerse de ellas y abandonarlas...

...el aislamiento que pasaste, pese a que lo percibiste como incierto, no fue en absoluto desafortunado para tu ser.

Aún así el Señor de todos los seres cuidó de ti, te sació en la medida justa y tuvo mucha paciencia contigo. Sé muy bien que en el mundo fuiste un obispo de la iglesia romana y que, obligándote al pie de la letra, cumpliste con tu cargo gentil con severidad, pese a que internamente te dejó indiferente. Esto, para tu valoración ante Dios, no te servirá de gran cosa porque Él sólo considera el corazón y sus obras. También fuiste muy orgulloso y despótico, y a pesar de tu voto de celibato amaste la carne de las mujeres sobremanera. ¿Querrás decir que éstas son obras gratas a Dios?».

«¿Alguna vez dijiste de corazón: “Que los pequeños vengan a mí”? ¡Para ti únicamente tenían valor los grandes!

¿Acaso recibiste en mi nombre alguna vez a un niño pobre, lo vestiste, y le diste de comer y de beber? ¿A cuántos desnudos vestiste, a cuántos hambrientos saciaste y a cuántos cautivos liberaste? ¡Yo no conozco ni a uno solo! Lo que sí hiciste fue que mientras que los grandes obtenían dispensa tras dispensa, bien entendido por dinero, muchas veces causaste con tus maldiciones profundas heridas a los necesitados y aherrojaste el espíritu de miles de ellos. Gratis sólo atendiste a grandes señores del mundo, para honrar su nobleza. ¿Acaso te imaginas que éstas tus obras complacen a Dios? ¿Piensas que por ellas serías inmediatamente aceptado en el cielo nada más morir?

Yo, tu Salvador, no te digo esto para juzgarte sino únicamente para demostrarte que el Señor no fue injusto contigo cuando, aparentemente, te dejó abandonado. Por el contrario fue lleno de gracia contigo al no permitir que nada más llegar de la Tierra fueras directamente al infierno por tenerlo bien merecido.

Tenlo en cuenta y no desprecies a tu guía sino sé consciente, con toda humildad, que ante Dios no mereces ni la menor gracia. Entonces es posible que vuelvas a encontrarla. Si los siervos más cumplidores se consideran malos e inútiles, ¡cuánto más tú, teniendo en cuenta que jamás hiciste nada conforme a la Voluntad de Dios!».

... todo lo que has dicho es la pura verdad. ¿Pero qué se puede hacer en este caso?

Estoy muy contrito por todo lo hecho; pero todo mi arrepentimiento no puede deshacerlo. De modo que la culpa y el pecado, simiente y raíz de la muerte, son imborrables. Una vez en el pecado, ¿cómo se podrá encontrar la gracia del Señor? Esto me parece algo totalmente imposible...

Por eso, ya que tengo el infierno merecido, me consta que este asunto no tiene remedio a no ser que, por medio de una concesión omnipotente de Dios, fuera puesto de nuevo en el mundo con mis actuales sentimientos para que allí pudiera corregir mis faltas en lo que fuera posible. O, como tengo tanto pánico al infierno, el Señor podría dejarme eternamente como ínfimo labrador en cualquier rincón en el que, en un suelo árido y con el trabajo de mis manos, pudiera ganarme mi sustento. Y con todo corazón renunciaría a cualquier tipo de bienaventuranza, considerándome yo mismo demasiado indigno del grado inferior del cielo.

Este es mi sentimiento; y no podría decir que mi opinión porque siento que ésta es ahora mi exigencia interna de vida.

Si la misma experiencia te enseña que no hay remedio para un mundo abandonado a la malicia de pies a cabeza, será perdonable que finalmente uno se diga: “¡El mundo quiere ser engañado; pues que se le engañe!”.

No quiero decir que Él considere mi gran culpa menor de lo que es sino que pido cierta consideración porque el mundo sigue siendo mundo, lo que no se puede remediar ni con la mejor voluntad. Y finalmente, viendo con toda claridad que no tiene remedio, uno pierde hasta la buena voluntad para ayudarlo.

Mi querido salvador, no me tomes a mal que te hable según mi comprensión. Tú, por supuesto, sabrás más y me enseñarás convenientemente, pues de tus palabras he deducido que estás penetrado por la Sabiduría divina, con lo que espero que me digas qué tengo que hacer para por lo menos poder evitar el infierno.

Te aseguro que perdono de todo corazón a mi antiguo guía. Le tuve rencor porque hasta ahora no me ha quedado claro qué planes tenía conmigo. Aunque me hizo algunas alusiones vagas, el que me abandonase durante tanto tiempo tenía que irritarme al fin... Pero todo eso ya pasó y si viniera aquí ahora, por ti le abrazaría y le besaría instantáneamente como un padre al hijo al que no ha visto durante mucho tiempo.

Entonces Yo, como timonel, tomé la palabra: «Ahora escúchame y recuerda siempre lo que te voy a decir:

Sé muy bien de qué índole es el mundo, pues conozco cómo fue en todo tiempo. Si el mundo no fuera malo ¡no habría crucificado al Señor de toda magnificencia! Si su malevolencia

hizo esto con la Madera gloriosa, ¡cuánto menos respetará la leña menuda! Por eso al mundo se aplica siempre lo que por la boca del Señor dice el evangelio:

En estos días, es decir en el tiempo del mundo, el reino de los cielos requiere fuerza; sólo lo poseerán quienes lo arrebaten para sí. Cierto, amigo mío, que nunca aplicaste una fuerza moral semejante al reino del cielo. Por eso no es muy justo que acuses así al mundo; pues, según mi conocimiento sumamente claro, siempre atribuiste en todo más importancia al mundo que al espíritu ... Sé muy bien que en este punto fuiste un adversario pronunciado de toda instrucción espiritual y adversario de los protestantes a los que perseguiste con gran odio por su aparente herejía».

«Espero que aquí donde no cuenta nada más que la pura Verdad, unida al Amor eterno, reconozcas que todas tus excusas no sirven para nada. ¡Lo único que ante el Señor cuenta es tu “Mea quam máxima culpa”! Que te conste que el Señor conoce el mundo hasta en su más minúscula fibra, ¡mejor que tú lo conocerás nunca! Por eso sería una gran insensatez, pese a que dices que no te quieres disculpar sino sólo que el Señor considere tu caso, que le quieras explicar cómo es el mundo para disculparte. ¿Cómo así, si tú mismo fuiste un maestro en corromper el mundo?

No serás privado ni en un solo pelo de la consideración que merezcas por ser cautivo del mundo; pero en lo que le reprochas no tendrás consideración alguna. Lo que el mundo te debe ante Dios será arreglado con una cuenta pequeña pero tú culpa ya no encontrará un arreglo tan fácil, a no ser que, lleno de arrepentimiento, la reconozcas, y que reconozcas que solo el Señor, y nunca tú que eres y siempre fuiste malo, puede arreglar todo y perdonártela.

El infierno te da mucho miedo porque tu conciencia te dice que lo mereces y que Dios te arrojará a él como una piedra a un abismo. Lo que no piensas es que el infierno que temes existe solamente en tu imaginación, ¡mientras que en el verdadero encuentras un placer tan grande que no quisieras salir nunca de él!

Todo lo que hasta ahora has pensado ya ha sido más o menos una especie de infierno en sí. Porque donde queda todavía el menor rastro de egoísmo, de vanidad y de acusación de otros: ¡eso es infierno! Donde no fue libremente rechazada la voluptuosidad, allí todavía hay infierno. Aún llevas pegado todo eso, ¡de modo que todavía estás muy metido en el infierno! ¡Con tu miedo, poco aciertas!

Pero el Señor, que tiene misericordia de todos los seres, quiere sacarte del infierno y no, según tus dogmas romanos, hundirte aún más profundamente en él. Así que vale más que en adelante no esperes que a aquél que obstinadamente quiera ir al infierno el Señor le diga: “Si te empeñas tanto en ir al infierno, ¡que así sea!”.

¡Pensarlo es una gran insolencia! Tú eres uno de aquellos que no quieren privarse del infierno, ¿pero cuándo pronunció el Señor parecida sentencia sobre ti?

Considera mis palabras y actúa conforme a ellas, y Yo conduciré esta barca para que desde tu infierno te lleve al reino de la vida, ¡así sea!».

«Amigo mío, tengo que confesarte francamente que todo, incluso lo referente a mis pecados, es exactamente así como lo has dicho», respondió Martín. «Y también reconozco que no puedo presentar ni las menores disculpas porque, realmente, todo es responsabilidad mía. Lo que ahora quisiera saber es a dónde me vas a llevar y cuál será mi destino».

«Pregunta a tu corazón y a tu amor», le respondí. «¿Qué te dicen? ¿Cuál es su anhelo? Cierto es que éste te ha contestado, con lo que dentro de ti ya has decidido tu destino; cada uno es juzgado por su propio amor».

«Oh, si yo fuera juzgado por mi amor, entonces mi destino sería fatal», reconoció Martín, «porque aún me sucede igual que a una mujer obsesionada por la moda que examina telas modernas en una tienda y al fin no sabe cual elegir.

Conforme a mis sentimientos más íntimos me gustaría estar con Dios, mi Creador. Pero mis muchos y grandes pecados me obstaculizan el camino, con lo que la realización de mi deseo es prácticamente imposible.

Además tengo que pensar en las ovejas aventureras, ya de este mundo, pues tampoco estaría mal vivir toda la eternidad con una de ellas. Pero a eso me dice una voz dentro de mí: “¡algo así nunca te llevará hacia Dios, sino que te alejará de Él!”. Con lo que mi pensamiento preferido se hunde en las profundidades de este mar...

También se me mete en la cabeza la idea de que me gustaría vivir en cualquier parte de este eterno mundo espiritual como un simple campesino, con al menos la gracia de poder ver a Jesús aunque no fuera sino algunos instantes. Pero al mismo tiempo la voz de mi conciencia me dice: “Eso jamás lo merecerás”, y de nuevo caigo ante Él, el santísimo, en mi nulidad cargada con toda clase de pecados...

Una sola idea tengo que me parece más fácil de realizar que las demás y te confieso que ahora se ha vuelto mi idea favorita: ¡quisiera quedarme contigo durante toda la eternidad, fuera donde fuere! A pesar de que en la Tierra no podía aguantar a quienes osaban decirme la cruda verdad, ahora cautivaste mi corazón precisamente por habérmela dicho, como un juez sumamente sabio y benigno. ¡Esta idea será mi favorita durante toda eternidad!».

«Pues bien», le dije, «si éste es tu amor principal, con el que en adelante tendrás que identificarte aún más profundamente, entonces hay remedio instantáneo. Ya no estamos lejos de una orilla del mar en la que se encuentra mi choza. Mi oficio ya lo conoces: soy un verdadero guía en el pleno sentido de la palabra. Ahora vamos a repartir el oficio entre los dos; la recompensa por nuestros esfuerzos la encontraremos en nuestra parcela que vamos a labrar con mucho empeño cuando estemos desocupados. ¡Ahora vuélvete y encontrarás a alguien que fielmente hará causa común con nosotros!».

Por primera vez en su viaje marítimo el obispo se giró hacia atrás y en seguida reconoció a Pedro. Impulsivamente y con mucho cariño le abrazó y le pidió perdón por las muchas palabras agresivas a las que se había dejado ir.

Pedro respondió con el mismo cariño y le felicitó por haber tomado tal decisión desde el fondo de su corazón.

La barca abordó la orilla donde fue amarrada a un palo. Los tres nos dirigimos a la choza.

Hasta entonces todo se encontraba más bien en la oscuridad. Pero en la choza la oscuridad empezó a difuminarse más y más, y un alba reparadora reemplazó la antigua noche. Esto, por supuesto, únicamente ante los ojos del obispo, porque ante mis ojos y ante los del ángel Pedro siempre es de día y siempre lo será, eternamente.

El hecho de que ante los ojos del obispo empezara a hacerse de día se debió a que dentro de él empezó a surgir el amor, pues por medio de mi gracia había comenzado voluntariamente a quitarse de encima una gran cantidad de basura terrena. (Todo lo demás se puede leer en el libro «Obispo Martín: el desarrollo de un alma en el Más Allá»)

Décima Escena - El Pobre

Sigue otra escena corta de la vida espiritual, o mejor de la salida de la vida de prueba terrenal hacia la vida eterna y auténtica de los espíritus, esta vez de un pobre jornalero, despreciado por la gente importante como «miserable», o «pobre harapiento».

Entrad conmigo a este cuartucho pobre, que más parece el agujero de un oso que una viviendo humana. Apenas dos brazas cúbicas mide el interior. La puerta está deteriorada y sobre ella hay una apertura de dos palmos de largo y uno de alto por donde entra un poquito de luz atenuada por el muro sucio del establo de un vecino rico. Por este resquicio entra justo la luz suficiente para que los siete habitantes no se hagan daño uno al otro. En esta magnifica estancia no hay ni estufa, ni cocina, sólo una gran piedra caliza, tosca y sucia, hace las veces de hogar en el que los pobres habitantes cocinan su escasa comida, siempre y cuando tengan la suficiente suerte de haber encontrado algo trabajando o mendigando.

Por supuesto estos pobres deben pagar un alquiler de un florín y treinta coronas mensuales por vivienda tan «majestuosa», y aún están contentos si el dueño no exige puntualmente su pago cada primero de mes, esperando a veces quince días. Es «tan bueno» que, a causa de la enfermedad del padre de setenta años, incluso le ha vendido treinta libras de paja podrida al precio de veinte kreuzer, y esperó diez días para cobrar. Seguro que un patrón «tan bueno de corazón» y «tan paciente» también tiene derecho a la paciencia y la misericordia del Señor.

Mirad, en este agujero y en el último rincón se halla acostado sobre aquella paja «fresca» el pobre jornalero. Hace años cayó de un andamio en su trabajo en la construcción, fracturándose dos costillas y un brazo. Le llevaron al hospital de los pobres, donde le trataron durante medio año, pero le dieron el alta cuando todavía no se había curado bien.

Desde entonces siempre se sintió débil, incapaz de un trabajo duro, y debía contar para el sustento diario con la ayuda de su mujer, también enferma, y de sus cinco hijas, la mayor de catorce años, que consistía o en un mísero sueldo por trabajos sencillos, o en algún donativo que mendigaban. La edad avanzada, la poca salud, el frío y el mal alimento le hicieron enfermar, encontrándose postrado en este pobre lecho cuando le visitamos.

Demacrado como una momia egipcia del tiempo de los faraones, con muchos dolores en todo su cuerpo, la columna vertebral saliéndose por encima de sus huesos, supurando, y además hambriento por tener el estomago desacostumbrado a comida, dice con voz quebrada a su mujer: «Madrecita, ¿no tienes nada que darme? ¿Ni un poquito de pan? ¿O un caldito caliente? ¿O alguna patata hervida? ¡Ay, Dios mío! ¡Qué hambre tengo! No me puedo mover de dolor, y además el hambre. Oh Dios mío, ¡Líbrame de mi sufrimiento!».

Y contesta su mujer que apenas puede mantenerse de pie de hambre y decaimiento: «Pobre marido mío. A las seis de la madrugada salieron las tres mayores a pedir algo a hombres compasivos, pero ya son las tres de la tarde y no han vuelto. Estoy temblando de miedo que les pueda haber ocurrido algo. ¡Ay, Jesús y María! ¿Y si se han caído al agua o si las ha detenido la policía? Estoy temblando de pies a cabeza. Que Jesús te dé fuerzas. ¡Iré a la policía y preguntaré si saben algo de nuestras hijas!».

Dice el enfermo: «Sí, sí, querida madre, vete, yo también tengo mucho miedo. Pero no te demores y trae algo para comer, me estoy muriendo de hambre. Ten en cuenta que hace dos días que ni tú, ni ellas, ni yo hemos probado bocado. A lo mejor las niñas se han desmayado allí fuera. ¡Ay, Dios mío, toda la miseria que hemos de aguantar!».

Su mujer se marcha, y una vez en la calle ve un guardia que lleva por delante a sus tres hijas.

La madre da un grito de miedo: «¡Dios mío, ay, Jesús. Son mis pobres hijas!».

Las niñas explican llorando: «Es que este hombre nos ha detenido cuando pedíamos limosna en una calle, luego nos ha encerrado en un cuarto oscuro, y como nos ha visto mendigar más veces, trajo otro hombre, que parecía un señor, que nos hizo azotar, aunque de rodillas le explicamos que pedíamos para nuestro padre enfermo. Estamos llenas de sangre y todo nos duele. Nos preguntó por nuestro domicilio y mandó a este guardia que nos llevara a casa. ¡Ay, madre, como nos duele todo!».

La madre, que apenas puede decir una palabra, suspira y dice: «¡Ay, Señor, justo y bondadoso! Si existes, ¿cómo puedes permitir tanta crueldad?». Luego lloró amargamente. El policía le recrimina sus palabras en público y le ordena volver inmediatamente a su vivienda.

La madre se disculpa y llorando dice: «Ay Señor ¿qué otra cosa puedo hacer sino llorar? Mi pobre marido de setenta años está muriéndose de hambre, hace dos días que ninguno de nosotros ha comido nada. El tiempo otoñal es frío y húmedo. No tenemos leña para calentar la vivienda. Estoy débil y enferma. Estas tres niñas son nuestro único sostén y ahora las habéis pegado. ¡Ay, Dios! ¿Cómo puedo callarme? ¿No somos humanos?, ¿no somos cristianos?».

El policía quiere deshacerse de ella, pero detrás de un chaflán salta un hombre valeroso y grita al policía: «Alto, amigo, de aquí no pases. Aquí tiene, madrecita, treinta florines, aliméntate lo mejor que puedas con esto. Y tú, verdugo, lárgate, que no te pegue un tiro».

El policía quiere detener al bienhechor por su amenaza, pero el forastero saca su pistola y apunta al policía, que prefiere retirarse de prisa.

Una vez el policía ha desaparecido, el forastero también se va tranquilamente. La madre y las hijas aún le dan las gracias. Luego van rápidamente a comprar al tugurio más cercano algo de pan, vino y carne. El mozo mira con aire incrédulo el billete de diez florines. Pero piensa que

dinero es dinero, igual robado que ganado de manera honrada. Así pues sirve lo que la mujer ha pedido y le devuelve el cambio.

Cuando llegan a casa, encuentran al hombre llorando de dolor y hambre. La madre le da un poco de pan y vino, y la hija mayor va rápidamente al tendero por unas pocas astillas, lumbre y algunas velas.

Cuando vuelve a casa se asusta al encontrarse delante de la misma a dos policías que han venido para informarse acerca del desconocido. Si la mujer no da el nombre y la dirección se la llevarán detenida.

Con la orden de sus superiores entran en la vivienda oscura junto con la muchacha, exigiendo que se encienda una luz y amenazando a la mujer que dé todos los informes sobre el forastero si no quiere ser arrestada. La pobre mujer, completamente asustada, enciende una vela y los policías ven al enfermo, casi desnudo sobre la paja, solo tapado con algunos andrajos. Al principio se estremecen, pero luego se sobreponen e interrogan a la mujer medio muerta de miedo sobre el nombre y posición del hombre en cuestión.

La mujer, temblando, no es capaz de contestar. Ambos verdugos creen que es una treta y, apoderándose de ella, se la quieren llevar. El pobre enfermo y sus cinco hijas les suplican, pero ellos cumplen con «su deber». En el mismo instante en que los policías quieren pasar el umbral con la mujer, se acerca nuestro forastero con tres ayudantes forzudos. Primero liberan a la mujer de las manos de los verdugos y luego les dan una paliza, amenazándoles a ellos y a su oficina, y diciendo: «¡En el nombre de Dios! Si os atrevéis otra vez más a entrar en este santuario donde habitan los ángeles de Dios, os espera una venganza horrorosa. No somos hombres o seres de este mundo, somos los espíritus protectores de estos ángeles, que pasan aquí su prueba carnal».

Luego desaparecen los cuatro. Los policías también se retiran, para no volver.

La mujer se recupera bien pronto y procura -dándome las gracias por su salvación- preparar una sopa caliente para su hombre, que está llegando a su fin. Con todas las bendiciones le dan la sopa al viejo, que -también bendiciendo y dándome las gracias- la come con buen apetito.

Algo fortalecido, dice a su mujer y a sus hijas: «Querida mujer, y queridas hijas, tuvisteis que pasar mucha penuria por mi causa. Pero también os habéis podido convencer que el Señor nos protege, ahuyentando a nuestros enemigos. Tened siempre confianza en Él: el Señor está más cerca de vosotras cuanto más apuros sufrís. Perdonad a todos que os han hecho daño, solo son herramientas de la fuerza policial y lo hacen todo sin preguntar. El Señor será su juez.

Soportad vuestra cruz con paciencia y no busquéis la suerte terrenal, porque los afortunados del mundo no son hijos de Dios. Lo que parece majestuoso en el mundo, es abominable a los ojos de Dios. La suerte de este mundo, es la mala suerte para el espíritu.

¿De qué me hubiese valido ser uno de los ricos de la Tierra? Al final de mi vida terrenal no me esperaría sino la muerte eterna. Pero ahora todo es diferente. No me asusta la muerte, para mí no existe. ¡Me estoy librando de todos mis sufrimientos terrenales y veo ante mí la entrada majestuosa del Reino de Dios!

Mirad este gastado cuerpo mío, asiento del alma para que ésta soporte la cruz divina: acostado en la paja está ya frío y muerto. Pero mi ser, mi alma y mi espíritu, que durante setenta años han habitado en él, ya están libres y no han sufrido la muerte. En un instante maravilloso me he visto libre de toda esta carga. Tocadme y veréis que estoy muerto.

(La mujer y las hijas tocan al cuerpo y notan que esta frío, duro y muerto). Mirad, estoy vivo y puedo hablar con vosotros mucho mejor que antes.

Y la razón es que siempre he creído en Jesús, el Crucificado, y, dentro de mis posibilidades, he cumplido Sus mandamientos. Él enseñó en el templo que aquellos que aceptan su palabra y viven según ella no verán la muerte, así lo he visto confirmado conmigo; he dejado atrás a mi cuerpo sin sentir cuándo ni cómo.

No os dejo fortuna alguna, mi gran pobreza terrenal es toda vuestra herencia. Pero ¡alegraos!; si los ricos del mundo supieran que la pobreza mundana es la riqueza del espíritu, muchos se apartarían de sus sacas de dinero. Pero la ceguera considera ganancia lo que en verdad es muerte. Dejad que anden el camino de su condenación. Pero vosotras, si deseáis ser felices como yo al final de vuestro trayecto, debéis huir de la felicidad terrenal.

Creedme pues os hablo desde el Más Allá. Cuanto más grande es la cruz, y cuanto más pesado llevarla, más fácil será el paso desde el mundo material al mundo espiritual. Todo el que

sigue a Cristo debe andar el camino de la carne. Todo debe ser crucificado en Cristo, morir en Él para resucitar y vivir eternamente.

La carne se crucifica en Cristo por la pobreza, la penuria y las dificultades de la vida. Por lo tanto el que vive como nos tocó vivir a nosotros, resucitará de su lecho de muerte para cosechar la vida eterna. Mientras que los ricos, una vez acabada su felicidad terrenal, en realidad mueren. El pobre que se entrega a la voluntad del Señor, siempre está muriendo, y cuando alcanza su meta, ya ha vencido la muerte y no morirá más, sino que, a diferencia de aquellos hombres que siempre han vivido según su antojo, resucita en Cristo. Estos ya consiguen su meta en el mundo, después les será muy difícil - a veces imposible- poder resucitar. Alegraos y guardad todo en vuestro corazón, aunque el mundo os desprecie, os insulte, y os persiga el suyo endurecido. El Señor observa todo “el mal” y conoce todos sus planes. Os digo: buscad sobre todo el reino de Dios y la justicia, y todo lo demás os será dado.

Los ricos de este mundo merecen nuestra compasión, porque son pobres interiormente. Alegraos por aquellos que, como vosotras, deben pasar todo tipo de penurias, cargando con su cruz. Estos mueren diariamente en Cristo, para no morir más al fin de su vida, sino para resucitar a la vida eterna en Él.

Sean mis últimas palabras en este mundo las riquezas que os dejo en herencia, herencia ésta por la que no se pagan impuestos. Sacad pronto este cuerpo de la habitación pues está muerto del todo. Tampoco hacen falta grandes ceremonias pues para Dios las ceremonias son abominables. Ni debéis pagar misa ninguna porque a Dios le dan asco las oraciones por las que se ha pagado. En cambio debéis alabar a Dios por la gracia que me ha concedido. Todo honor, alabanza y nuestro amor para Él, eternamente. Amén».

Con estas palabras enmudece en este mundo y, rápidamente, su cuerpo se convierte en cadáver.

En seguida se ve rodeado de tres hombres muy amables vestidos de blanco, que le saludan y le tienden las manos como hermanos. Agradecido y feliz, olvidándose de los sufrimientos terrenales, les da su mano, diciendo: «Queridos, desconocidos amigos de nuestro Señor Jesús, porque supongo que esto sois. Durante siete decenas de años de vida en la inhóspita Tierra he pasado -visto mundanamente- muy pocos días buenos y muchos lleno de preocupaciones, los últimos los más amargos. Durante los últimos hubo de todo: dolor, penuria, y profundo pesar por mi pobre piel pecadora. Todo sea entregado al Señor, y a Él sólo toda mi alabanza y mi amor por siempre jamás. Aunque haya debido sufrir mucho, nunca me faltó consuelo que me ayudara a mantener firme el corazón pese a los sufrimientos corporales y a las llagas de mi cuerpo; he sabido soportarlos en el nombre del Señor. Y ahora tengo la gran gracia, la ayuda y la misericordia de Dios, nuestro Señor, que muchas veces me socorrió en la Tierra, y con paciencia espero lo que Su voluntad disponga. Todo mi amor, mi alabanza y mi adoración a Él, ¡que se haga Su santa voluntad!».

Uno de los tres hombres vestido de blanco dice: «Querido amigo, ¿qué harías, si el Señor, por su santidad y a causa de tus pecados veniales -siempre según tu fe- te mandara al purgatorio por tiempo indefinido, donde volverías a sufrir dolores? ¿Serías capaz de seguir alabando al Señor bajo los dolores del fuego? ¿Serías capaz de amarle todavía?».

Contesta el pobre: «Ay, querido amigo. La santidad inconmensurable del Señor purifica el alma para que sea digna de verle. Pero su infinita sabiduría y misericordia también conocen el límite de lo que una pobre alma puede llegar a sufrir. Y no la cargará más. Si su justicia y su infinita Santidad exigen esto de mí, que se haga su voluntad. Reconoceré todavía su gran amor que me impone tales sufrimientos para que mi alma sea purificada y digna de verle!

Yo os digo, el Señor es mi amor, y todo lo que hace es bueno. Que todo se haga según su voluntad. Si ahora pidiese compasión e indulgencia, no sería tan provechoso para mí como lo que el Señor ha determinado en su sabiduría y amor. Por esto vuelvo a repetir: alabado sea el Señor Jesús, que es el único Dios Señor y Padre con el Espíritu Santo, y que reina de eternidad en eternidad. ¡Alabado sea su santísimo nombre y que se haga su santa voluntad!».

El hombre vestido de blanco dice: «Has hablado bien y desde la verdad. Pero considera que has muerto sin confesión y sin comunión. ¿Acaso no puedes verte ante la silla del Cristo juez, y si te encontrara un pecado mortal condenarte al infierno para siempre, por no hallarte en estado de gracia, siempre según la enseñanza de tu iglesia? ¿Seguirías alabando al Señor?».

Dice el pobre: «Amigos míos, lo que pude hacer, lo hice. Si no me he confesado al final, no ha sido por mi culpa. Sólo habían pasado tres semanas desde mi última confesión, y mi confesor me aseguró que no necesitaría confesarme durante algún tiempo. Oh, amigos, si en mí hay algún pecado mortal, rogad vosotros al Señor que me perdone y que tenga piedad de mí, pobre pecador. Tener que padecer en el infierno tras una vida terrenal llena de sufrimientos, sería horrible. ¡Ay, Señor, hágase tu voluntad, pero ten compasión de esta pobre alma!».

Dice el hombre de blanco: «Querido amigo, nuestra intercesión no te serviría si tuvieras un pecado mortal. Sabes, según la enseñanza de tu iglesia, que a causa de la justicia perfecta e inmutable de Dios no hay misericordia divina después de la muerte.

En la Tierra nunca has dado mucha importancia a la intercesión de los santos, ni a la santa misa, y al final te comportaste como un hereje, no cumpliendo con todo lo mandado por tu iglesia. Si nosotros rogásemos a Dios por ti, ¿crees que serviría de algo? ¿Por qué no considerabas importantes las letanías y las misas de difuntos y, según tu propia confesión, incluso dijiste a tus familiares que a Dios le asquean las oraciones pagadas y que no debían pagar ninguna misa por tu alma? Si es así, ¿cómo quieres que intercedamos por ti?

¿En qué quedamos? ¿Crees que nuestra intercesión te puede servir de algo ante Dios?». Dice el pobre, lleno de espíritu y con gran serenidad: «Amigos, no sé quienes sois y me da

igual. Pero no podéis ser, lo mismo que yo, más que criaturas de Dios, ¡gracia eterna y todo mi amor a Él!, y así puedo hablaros abiertamente.

En el mundo fui pobre y miserable, pero sabía escribir y leer y calcular bastante bien. Los domingos y días festivos me dediqué a leer las Santas Escrituras. Cuanto más me adentraba en ellas, más claramente veía que la iglesia católico-romana actúa contra la enseñanza de Cristo y de los apóstoles, tal como está en los cuatro Evangelios y en las Cartas de los Apóstoles. En una carta del apóstol Pablo encontré este explosivo párrafo: “Y si viniere un ángel del cielo y os enseñare un evangelio diferente a lo que yo os anuncio, o sea el de de Jesús crucificado, ¡maldición para él!”.

La frase atravesó mi alma como un rayo y me pregunté: ¿cómo concuerdan estas palabras del apóstol con la enseñanza de Roma, que no deja siquiera que los laicos lean la Biblia, enseñando algo muy diferente, cosas que parecen paganas? ¿En quién debo creer?

Una voz interior me dijo: “¡Cree en la palabra de Dios!”. Y así lo hice.

Cada día veía más claramente que era correcto. Lo comprendí dentro de mi corazón, y en el espíritu y en la verdad estuve convencido de creer fielmente que la enseñanza de Cristo es la palabra de Dios pura y verdadera, y que en ella hay que buscar la santidad y la vida eterna.

Dios es inmutable. Como era, así será siempre: el único y eterno espíritu de amor puro. ¿Cómo podría haber fundado la iglesia de Roma, que predica el odio, la persecución, la condenación, la muerte y el infierno? No, eternamente no; me dije: aquel que juzga y condena a sus hermanos, ya está juzgado y condenado. ¡No juzgues ni condenes a nadie en tu corazón, para que no seas juzgado! Así lo percibí y actué en consecuencia. Cada vez veía más claro, que los clérigos de Roma se comportaban peor en espíritu con el Señor que quienes crucificaron su cuerpo. Pero no condeno, siempre digo en mi corazón: ¡Señor, perdónales, están ciegos y no saben lo que hacen!

Cada vez comprendía mejor el amor sin límites del Señor. Pero también mi amor hacia Él iba creciendo, pese a todos mis sufrimientos terrenales, que más bien me reforzaban. Os digo libremente y sin tapujos: Cristo es mi amor y mi vida, también en el infierno, si fuera condenado; ¡pero nadie me puede quitar a mi Jesús ni en el infierno!

Sé que delante de Dios soy un pobre pecador, indigno de levantar mis ojos hacia Él. Pero, decidme, ¿dónde, en toda la inmensidad de Dios, vive un ángel o un hombre que pueda decir lo que dijo el Señor “¿quién de vosotros me puede encontrar una falta?”. En verdad más me vale decir “Señor, soy el más indigno de todos” y no “Soy digno de tu gracia”. Sólo puedo decir, y vosotros supongo que también: “Señor, todos somos siervos inútiles y no hemos merecido tu gracia. Oh Señor, oh Padre, ten piedad de nosotros, por tus méritos”.

Únicamente tenemos derecho a hablar y rezar así. Todo lo demás lo considero pecado mortal, aquí y siempre. Ahora comprenderéis porque no me importaban las letanías ni las oraciones pagadas. Pero siempre estoy a favor de la intercesión de corazón de un hermano, y

esta es la razón por la que os he pedido interceder por mí. Pero haced lo que queráis. En todo cúmplase eternamente la voluntad santísima del Señor!».

Volvió a tomar la palabra el hombre vestido de blanco, interiormente encantado con este nuevo hermano: «Querido hermano, vemos tu sinceridad, tu valor y tu celo en favor del Señor, que efectivamente es como una roca. Pero pregunta a tu corazón si te atreverías hablar así en presencia del Señor».

Contesta el pobre: «Mi amor desbordante puede paralizarme la lengua, pero no el valor. No hace falta tanto valor para afirmar delante de Dios mismo que uno se siente como el siervo más inútil y más necesitado de su gracia y misericordia. ¡Oh!, nunca he tenido miedo de Cristo, le amo demasiado. Decidme, ¿tengo que quedarme aún mucho tiempo aquí?. Me gustaría saber realmente adonde debo ir».

Dice el hombre vestido de blanco: «Ten un poco de paciencia, estamos esperando a alguien a causa tuya. Cuando llegue te traerá la decisión del Señor, y acto seguido te irás de aquí para marchar al sitio al que la voluntad de Dios te ha destinado. Mira hacia el amanecer, por ahí llega. ¿No temes al que viene en nombre del Señor?».

Dice el pobre: «No. Si amo al Señor sobre todas las cosas ¿como puedo temer a su enviado?».

Dice el hombre de blanco: «Hermano, ¿sabes que el más justo peca siete veces al día sin saberlo? Si cuentas todos los días desde que tuviste uso de razón y los multiplicas por siete, ¿cuántos pecados mortales acumularías, teniendo en cuenta además que según Ignacio de Loyola cuatro pecados veniales hacen uno grande? Si el mensajero viniera ahora con esta factura, ¿no temeríais el mensajero del Señor?». Y el pobre hombre contesta: «No, y no. Os confieso, amigos míos, que me alegraría haber sido calificado de gran pecador. El pecado no me enaltece, me humilla y eso es lo justo. Lo he sentido muchas veces en la Tierra, cuando a veces no era consciente de haber pecado, especialmente después de haberme confesado. En tal estado más bien me sentía orgulloso por mi pureza ética, diciéndome si me encontraba con algún malhechor: ¡gracias a Dios no soy como ese, que ha olvidado la ley de Dios y la de los hombres!

Pero si luego caí de nuevo, mi contrición me hacía pensar dentro de mi corazón; fíjate, aquel que tú consideras una mala persona, quizás es más puro ante Dios que tu mismo. Por lo tanto, oh Dios, ten compasión de mí, pobre pecador. No soy digno de levantar mis ojos hacia los cielos. Y esto, amigos, creo que es el mejor pensamiento, y más apropiado para el pecador que decir: “Señor, soy puro y he guardado todos tus leyes desde mi niñez, esperando ahora en justicia la recompensa”.

Amigo, sé que delante de Dios soy un pecador. Por lo tanto no sólo soy humilde, sino que tampoco espero nada de Él según mis méritos, sino lo que Su gracia y misericordia me quieran conceder.

No comprendo qué méritos pueden acumular las criaturas, ante Dios todopoderoso, que todo lo puede y que no necesita nuestra ayuda. ¿Acaso han ayudado a Dios, nuestro Señor, en la creación del cielo y de la Tierra? ¿O han logrado la salvación? ¿O beneficiaron en algo a Dios cumpliendo más o menos sus leyes? Dios es perfecto tal como es, no necesita de nosotros, y nuestro destino no es prestarle servicio alguno sino asimilar Su gracia infinita, su misericordia y su amor.

Esto es lo que vengo pensando y lo que seguiré pensando eternamente si se me concede una existencia eterna. Por esta razón no temo al mensajero del Señor, como tampoco encuentro razón para temer al Señor mismo. Sí, temo al Señor, pero no como un malhechor, sino como un amante que, teniendo un corazón impuro, se siente pecador e indigno de amar con todas sus fuerzas a su Señor. ¿Qué os parece, amigos míos, tengo razón?».

Dice el vestido de blanco: «Vemos claramente que no te convenceremos, así que tampoco te importunaremos más y te dejamos con el que llega por allí. ¡Ya está aquí!».

El mensajero se acerca amablemente al pobre, le tiende la mano y le dice: «¡Levántate, hermano, déshazte de tu envoltura mortal y entra en la vida eterna en Dios y el Señor, tú que has amado tan intensamente a Jesús!».

El pobre se levanta y se siente libre y lleno de fuerza y dice al mensajero, que parece muy sencillo: «Gran enviado del Dios todopoderoso. Todo mi ser se llenó de bienestar cuando me

diste la mano, eso prueba que eres un enviado del Altísimo y seguramente me podrás decir lo que me espera ante el Juez supremo, ya que los otros hermanos más bien querían asustarme. No tengo méritos, ni podré adquirirlos jamás, y me siento un gran pecador ante el Señor. Dime tú ¿puedo esperar su gracia y su misericordia?».

Dice el mensajero: «Querido hermano, ¿cómo se te ocurre preguntar tal cosa? Tu corazón esta lleno de amor hacia el Señor, y en él, dentro de ti, está el Señor Jesús, Dios de eternidad en eternidad. El que lleva a Jesús en su corazón, ¿cómo puede dudar en hallar gracia y perdón? Yo te digo: ya eres bienaventurado, y jamás sufrirás juicio. ¡Ven conmigo hacia tu Dios, el Padre amantisimo y santo, y recibe todo en abundancia, al igual que todos los que Le aman en verdad sobre todas las cosas!».

Dice el pobre: «¡Oh, excelso mensajero de Dios! Perdóname, no te puedo seguir. No merezco tal gracia. Llévame a un lugar tranquilo, donde habiten beatos sencillos, parecidos a mí, en la esperanza de vislumbrar al Señor cada cien años, contados mundanamente, y me sentiré tan bienaventurado como los ángeles más puros y perfectos. No sería capaz de soportar estar tan cerca de Jesús, mi gran amor me haría estallar al acercarme a Él. Concédeme lo que pido desde el corazón contrito».

Dice el mensajero: «Mi apreciado hermano, esto no es posible, ya que es la voluntad del Señor. Si yo puedo permanecer cerca del Señor, también lo podrás tú. Ven conmigo y no te asustes. Te digo que los dos nos encontraremos bien en presencia del Señor».

Dice el pobre: «Bueno, si tú lo consideras posible, lo intentaré en nombre de Dios. Pero, dime, por qué me miran con arrebato y emocionados aquellos hermanos vestidos de blanco? ¿Quizás ya ven al Señor?».

Dice el mensajero: «Es posible, pero todos nos alegramos mucho por ti, al igual que por cualquier hombre que llega hasta aquí con tanto amor. Mira en dirección a oriente, donde ves una suave colina y la salida magnifica del Sol. Por allí va nuestro camino, que pronto habremos hecho. ¡Desde aquella altura verás la nueva Jerusalén, la ciudad eterna de Dios, en la que habitarás eternamente!».

Dice el pobre: «¡Ay, hermano, qué excelsitud, con qué pureza brilla la luz de la mañana, qué nubes más bonitas! ¡Y todos los prados y los árboles! ¡Qué belleza! ¡Todo en este mundo celestial es inimaginablemente bello! ¡Las magnificencias de la Tierra no son nada en comparación! Y también veo una gran muchedumbre que se acerca y oigo cantar canciones celestiales. ¿Quién puede describir su armonía? Y la gente, ¡cómo brilla! ¿Qué pareceré entre ellos con mis harapos?

¡Ay, Dios, mío. Esto no se puede aguantar! Mira, ya se acercan; y ahora, ¿qué es esto? Todos se arrodillan y ponen sus caras en el suelo, en posición de contrición. A lo mejor se acerca el Señor mismo. ¡Dime que es lo que significa todo esto!».

Dice el mensajero: «Debe ser algo así. Lo veremos en seguida. Un poquito de paciencia, algunos pasos más y sabremos lo que hay».

Dice el pobre: «Oh, sublime amigo. Me encuentro muy raro. Cómo imaginarse que veré al Señor del Cielo y de la Tierra, al Señor de toda vida y de la muerte! Amigo mío, estoy temblando de miedo y ansiedad, en espera de lo que voy a ver. Unos pocos pasos más y efectivamente habré alcanzado la colina. ¡Ay, qué será lo que veré!

Amigo mío, tú que habrás visto a Dios en parecidas ocasiones ¿no le temes cuando se te acerca? ¿Te has acostumbrado tanto que ya no te impresiona? Lo presiento en toda esta gente y también en los tres hermanos que nos siguen, todos están muy emocionados. Tú pareces impasible, como si lo que esta ocurriendo no fuera algo extraordinario. Dime, ¿como se puede comprender esto? ¿Acaso me he de comportar como tu, lo que no me sería posible?».

Dice el mensajero: «Mi querido hermano, pronto comprenderás porque no temo a Dios y por qué no me comporto como nuestros hermanos y como toda la muchedumbre. Es mejor que obres como yo, pronto te convencerás que el miedo es vano. Te digo que el Señor no exige todo esto, pero si los hijos demuestran su amor y su humildad hacia el padre, no hacen mal.

Yo sé que aunque intentaron asustarte, tampoco tú mostraste miedo ante los tres hermanos cuando te recibieron, y eso me gustó ¿Cómo es que ahora lo sientes?».

Dice el pobre:«Sí, antes no tenía ni idea de la majestuosidad inmensa de Dios y sus santos cielos, pero ahora tengo a la vista lo que nunca me pude imaginar. Y todo es muy diferente. Qué magnifico debe ser Dios, si todos se estremecen así, de tanto respeto ante Dios, el Infinito, el Todopoderoso. ¿Será capaz de soportar mi ojo, tan necio y tan poco acostumbrado a la Luz, la visión de Dios?».

Dice el mensajero: «Tranquilo, hermano. No te has quedado ciego hasta ahora, ya aguantarás. Fíjate, ya hemos llegado arriba y en el horizonte, donde ves el Sol de Dios que ilumina todos los cielos y el corazón de hombres y ángeles, allí ves la ciudad santa de Dios, donde vivirás conmigo para siempre. De prisa, ya estamos llegando».

El pobre hombre abre sus ojos desorbitadamente y su sorpresa es tan grande que no puede comprender la razón por la que la muchedumbre se esta levantando y comienza, junto con los otros tres hermanos, a cantar salmos en honor a Dios.

Tras un rato admirando silenciosamente y con arrebato este paisaje celestial que no puede compararse con nada del mundo, vuelve a preguntar: «¡Oh queridisimo amigo y hermano! Dime donde ven al Señor los que nos siguen pues le cantan como si estuviese entre ellos. Miro a izquierda y derecha, adelante y atrás, y no veo nada que pueda ser Dios. ¿Acaso son estúpidos mis ojos o indignos de ver Su faz? Ese debe ser mi caso. En el fondo lo prefiero así porque estoy seguro que Dios sabe que no podría soportar la contemplación de Su rostro. ¡Ay, qué feliz soy al ver toda esta magnificencia celestial a tu lado, sabiendo que Dios me mira. Bueno, en el fondo sí que me gustaría ver una sola vez a Aquél que tanto amo, pero a decir verdad, en la persona de nuestro Señor, Jesús, el Cristo.

¡Ay, si pudiera ver una sola vez al querido, queridísimo Jesús, me convertiría en la persona más feliz y bienaventurada de todos los cielos!».

Dice el mensajero: «Te digo que estés tranquilo, pronto te convencerás de que verás a Jesús antes de lo que pensabas. Te digo: en el fondo ya le ves, pero no le reconoces. Así que permanece tranquilo».

El pobre hombre vuelve a mirar en su alrededor, pero no ve a nadie que pudiera ser Jesús. Así que se vuelve otra vez hacia el mensajero y le dice: «¡Es muy raro! Dices, que ya Le estoy viendo, sin reconocerle. Pero he pasado revista a todos que nos siguen y no está entre ellos porque todos parecen muy contritos y emocionados y todos alaban y cantan a l Señor de la eternidad. También los tres hombres vestidos de blanco, por lo tanto no es posible que sea uno de ellos. Has dicho que Le puedo ver. Por favor, ¡dime cómo y dónde Le puedo ver!».

Dice el mensajero: «Mira hacia la ciudad de Dios, tan cercana, y pronto lo comprenderás. Ya estamos en las murallas exteriores y pronto entraremos al interior de la ciudad santa, y tus ojos se abrirán, igual como les ocurrió a los discípulos en el camino de Emaús.

Tranquilo, pues todo ocurre como debe ser y para que nadie sufra ningún daño en su salvación y su libertad. ¿Te gusta esta ciudad en la que ahora entramos?».

Dice el pobre: «Oh, amigo, no hay palabras para describir toda su grandeza y suntuosidad. Y la de tantos palacios enormes todos los cuales parecen habitados. ¡Ay, Dios, qué refulgencia, qué esplendor, qué increíble majestad! Su belleza sobrepasa todo lo que puede comprender un hombre. Pero te vuelvo a preguntar, ya que estamos dentro de la ciudad ¿dónde está Emaús y donde está el Señor Jesús?».

Dice el mensajero: «¿Ves aquella casa grande, con sus ventanas iluminadas y sus galerías desde las que nos están saludando incontables hermanos y hermanas? Esta es la verdadera Emaús. Aquí vivirás para siempre jamás. ¡Ahora que estamos delante de Emaús, vuélvete hacia Mi, mírame, y reconocerás a aquel que llevas en tu corazón con tanta ansia y tanto amor!».

Ahora el pobre ve que el mensajero es Él mismo. Inmediatamente cae de rodillas y Le dice: «Señor mío y Dios mío. Tú mismo fuiste el mensajero. ¡Oh, amor sin límites! ¿Cómo pudiste rebajarte hasta mí, pobre pecador, y concederme esta gracia?».

Después de estas palabras enmudece lleno de arrobo, y de esta manera entra en Mi casa.

Os podéis imaginar la felicidad de este hombre y su destino eterno medido según su amor.

Amén.

— Fin de la obra —

Información

Más Allá del Umbral – Diez Escenas
Título original: Jenseits der Schwelle – Sterbeszenen
Traducción del alemán: Meinhard Füssel
Audiolibro © by LMC — Edición: 16.03.2020

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