1. Un descubrimiento fascinante: Tulia, prima y primer amor de Cirenio
2. Cirenio pide la mano de Tulia y ella le pone a prueba. Un evangelio del matrimonio
3. Explicación del Niño sobre la ley viva y continua del matrimonio
4. El Niño exige que Cirenio renuncie a Eudosia. La firme Voluntad del Niño
5. Victoria del espíritu en Cirenio. María consuela a Eudosia
6. El Niño Jesús habla con Eudosia
7. Gratitud de Cirenio que quiere confiar ocho huérfanos a José para que los eduque
8. Cirenio se preocupa sobre el reconocimiento de su matrimonio por un sumo sacerdote de Himeneo
9. Los sacerdotes ponen reparos. Enlace de Cirenio y Tulia
10. Tulia con traje real y pena de Eudosia. El Niño la consuela; lágrimas de alegría de Eudosia
11. El Niño bendice a los recién casados
En seguida José se dirigió a la joven que todavía estaba ocupada con el Niño, le tiró ligeramente de la manga y le dijo:
«Oye, hija mía, ¿es posible que aún no te hayas dado cuenta de quién ha venido a visitarnos? ¡Levanta por una vez la vista y verás!».
Entonces la muchacha despertó de su ensueño y vio a Cirenio con su espléndido uniforme, y se asustó.
«Padre José, ¿quién es este hombre que me deslumbra tanto?», preguntó con voz tímida. «¿De dónde viene y qué quiere?».
«No tengas miedo, Tulia. Es el bondadoso Cirenio, hermano del emperador y gobernador de Asia y de una parte de Africa.
Seguro que te arreglará tu asunto en Roma de la mejor manera; pues desde que te ha visto te ha tomado mucho cariño.
Ve a él, ruégale que te preste atención y cuéntale la historia de tu vida. Puedes estar segura que no hablarás a oídos sordos».
«A eso no me atrevo, porque sé muy bien que señores como estos examinan con terrible inclemencia en ocasiones así. Y si al final descubren un punto imposible de comprobar, en seguida, te amenazan con la muerte.
Lo sé por propia experiencia porque una vez, en mis tiempos de desdicha, un cierto señor empezó a examinar de dónde venía.
Después de haberle contado todo, me exigió pruebas irrebatibles.
Y como en mi completa soledad y absoluta pobreza no las podía presentar, me ordenó un riguroso silencio y me amenazó con la muerte si continuaba hablando de ello a quien fuera.
Por eso te ruego que no me descubras, porque de lo contrario puede que esté perdida».
En este momento Cirenio, que había oído de la conversación, se acercó a ella y le dijo:
«Tulia, ¡no temas a quien desea hacer todo lo posible para hacerte lo más feliz que pueda!
Dime, únicamente, el nombre de tu padre si todavía lo recuerdas. No necesito más.
Y aunque lo hayas olvidado, no te preocupes. Porque siempre me importarás mucho por ser ahora hija de este mi mayor amigo».
Al escuchar estas palabras, Tulia empezó a cobrar valor y le dijo: «Si la suavidad de tu mirada me engaña, ¡entonces todo el mundo debe ser mentira! Así que, voy a decirte el nombre de mi buen padre:
Se llamaba Victor Aurelius Dexter Latii y si tú eres hermano del emperador, este nombre no puede resultarte desconocido».
Al oír este nombre, Cirenio quedó visiblemente conmovido y dijo con voz rota:
«Ay, Tulia, ¡era hermano de mi madre! Sí, ¡de él sé que con una mujer legítima tuvo una hija ciega de nacimiento a la que amaba sobre todo!
¡Cuántas veces le envidié por su felicidad que, en el fondo, era una desgracia! Pero su hija ciega, Tulia, significaba más que todo el mundo para él.
Entonces, pese que no tenías nada más que cuatro o cinco años, ¡yo estaba enamorado de ti! ¡Cuántas veces me juré a mí mismo: “Un día, ésta, y ninguna otra, tendrá que ser mi legítima esposa!”.
Y ahora, ¡Dios mío!, encuentro a la misma maravillosa Tulia aquí en casa de mi celestial amigo...
Oh, Dios mío, ¡esta es una Gracia demasiado grande para un pobre mortal, con lo poco o nada que yo hice por ti!».
Sumamente emocionado, Cirenio cayó en una silla y le costó un buen rato recuperase.
Después de haberse recuperado de su emoción, Cirenio continuó su conversación con la joven: «Tulia, si te lo pido desde el fondo de mi corazón, ¿me darás tu mano para convertirte en mi legítima esposa?».
«Y qué harías conmigo si te la negara?».
Un poco perplejo, pero siempre con buen humor, Cirenio respondió:
«Entonces sacrificaría todo a Aquel a quien tienes en tus brazos y me marcharía de aquí completamente entristecido».
«¿Qué harías si pidiera el parecer de Aquel a quien tengo en mis brazos,
y si Él me recomendase que renuncie a tu propuesta para ser fiel a la familia que me acogió tan cariñosamente?».
Cirenio se quedó un poco desconcertado con esta pregunta.
«Pues... Pues entonces, carísima mía, por supuesto tendría que desistir de mi deseo sin réplica alguna.
Porque contra de Voluntad de Aquel a quien obedecen todos los elementos, el hombre mortal nunca podría levantarse.
¡Pero pregúntaselo en seguida para que sepa lo antes posible a qué atenerme!».
En este momento el Niño se alzó y dijo: «Yo no soy dueño de lo que pertenece al mundo. Por lo tanto, en todo lo relacionado con mundo, sois libres.
Pero si en vuestros corazones alimentáis amor puro el uno por el otro, entonces no deberéis romperlo.
Porque para mí no cuenta otra ley para el matrimonio que la que con letras ardientes esté escrita en vuestros corazones.
Si desde el primer momento que os visteis ya os unisteis por esta ley viva, entonces, si no queréis pecar ante mí, no deberéis separaros.
Pues para mí no vale en absoluto la unión mundana del matrimonio, sino únicamente la unión de los corazones...
El que rompe con esta ley es un auténtico adultero, ante mí.
Tú, Cirenio, regalaste a Tulia tu corazón; de modo que en adelante no se lo quites.
Y tú, Tulia, desde el primer momento tu corazón ardía por Cirenio; de modo que ante mí ya eres su esposa, con lo que ya estás casada con él.
Aquí no se trata de daros o no un consejo mundano, pues ante mí únicamente cuenta el parecer de vuestros corazones.
Permaneced fieles a vuestro corazón si no queréis volveros adúlteros ante mí.
Y maldito sea aquel que por razones mundanas va en contra de los asuntos del amor; pues, el amor es asunto mío.
¿Qué puede valer más: El amor vivo que surge de mí o la razón mundana que surge del infierno?
Por eso, ¡ay del amor cuyo móvil es el mundo! ¡Sea maldito!».
Ante estas palabras del Niño todos quedaron asustados y nadie se atrevió ya a añadir nada respecto al tema del matrimonio.
Como a causa de las explicaciones del Niño todos habían quedado callados, de nuevo Él tomó la palabra:
«¿Por qué estáis todos tan tristes alrededor mío? ¡No he hecho mal a nadie!
A ti, Cirenio, te di lo que tu corazón anhelaba. Y a ti, Tulia, te di lo mismo. Entonces, ¿qué más queréis?
¿Acaso habría debido aprobar el adulterio del espíritu, mientras que vosotros, hombres, sancionáis al muerto10 con la pena de muerte?
¡Qué exigencia más insensata sería! ¿Acaso no tiene más importancia lo que sucede en la vida que lo que se encuentra en el juicio de la muerte?11
¡Yo diría que debierais más bien alegraros en vez de sentir que las cosas son así!
Aquel que ama, ¿ama acaso con la cabeza o con el corazón?
¡A pesar de todo, vuestras leyes matrimoniales son meros productos de la cabeza y en manera alguna del corazón!...
Pero la vida se encuentra únicamente en el corazón, desde donde vivifica el resto del cuerpo, incluso la cabeza que de por sí no tiene vida alguna sino que está muerta.
Si las leyes que provienen de la cabeza, que junto con la cabeza están muertas, ya las sancionáis con la muerte, ¡cuanto más grato tendrá que ser respetar las leyes vivas y eternas del corazón!...
Por lo tanto, alegraos de que Yo, el vivo entre vosotros, cuide las leyes de la vida. Si no lo hiciera, entonces la muerte eterna ya os habría engullido hace mucho tiempo.
Vine al mundo para que a través mío todas las obras y leyes de la muerte fueran destruidas y para que fueran reemplazadas por las antiguas leyes de la vida.
Si Yo, de antemano, llamo vuestra atención sobre las leyes de la vida y de la muerte, ¿qué mal os hago para que estéis tan desconcertados y me temáis como si os hubiera traído la muerte en vez de la vida?
¡Vaya insensatos! La antigua Vida eterna ha venido desde mí a vosotros, ¿como es posible que estéis tristes en vez de alegraros?
Tú, Cirenio, toma a la mujer que Yo te doy y tú, Tulia, al marido que te he traído. ¡Y en adelante no os dejéis!
Si un día la muerte física os separa, entonces aquel de los dos que sobreviva será aparentemente libre, pero que su amor continúe eternamente. Amen».
Estas palabras del Niño causaron una gran admiración a todos
y Tulia, temblando de profunda veneración, dijo:
«Oh hombres de este mundo, ¡este Niño no es de aquí sino la suprema Deidad en persona!
Porque un hombre de este mundo no puede hablar de esta manera, ¡sino únicamente Dios! Sólo Dios, por ser la Vida fundamental misma, puede conocer las leyes de la vida y las puede despertar dentro de nosotros.
En sentido espiritual los seres humanos estamos todos muertos. ¿Cómo podríamos encontrar las leyes de la vida y cumplirlas?
Oh, Niño santísimo, ahora percibo claridad lo que antes sólo presentía vagamente: ¡Tú eres el Señor del Cielo y de la Tierra, desde eternidades! ¡Por eso te dedico toda mi adoración!».
Este lenguaje sublime de Tulia impresionó a Cirenio. Por eso se acercó a ella, que todavía tenía el Niño en los brazos, y, con profunda emoción, dijo a Jesús:
«Verdadero Dios de mi corazón, ya que me uniste tan bondadosamente con Tulia, a mí, pobre pecador; ahora también te pido que me des tu bendición, por la que te seré fiel durante toda mi vida».
El Niño se alzó y dijo: «Sí, Cirenio, te bendigo junto con tu esposa Tulia.
Pero en cambio tendrás que cederme la mujer con la cual estuviste comprometido hasta ahora.
Porque si no lo hicieras, caerías ante mí en el pecado de adulterio, porque la amaste y todavía la amas mucho.
Pero si me la entregas totalmente, sacrificándomela, entonces también me entregas tu pecado.
Es precisamente por lo que vine al mundo: para cargar con los pecados de los hombres y para que a través de mí Amor se borren para siempre. Amen».
Esta sugerencia fue un compromiso considerable para Cirenio; pues su ex-esposa era una esclava griega sumamente bella y comprada por mucho dinero.
Debido a su belleza extraordinaria la amaba mucho, a pesar de que no había tenido hijos con ella.
Aunque ya tenía treinta años, su belleza era tan llamativa que los paganos la adoraban como a una Venus.
Por eso, a Cirenio, la sugerencia le hizo poca gracia y hubiera preferido que el tema no tomara este derrotero.
Pero el Niño no se dejó ablandar sino que insistió.
Como Cirenio vio que el Niño no cedería, le dijo:
«¿Sabes?, a la bella Eudosia le tengo mucho cariño y la echaría mucho de menos.
A decir verdad, casi prefiero que te quedes con Tulia para no tener que cederte la bella Eudosia».
El Niño le sonrió. «¿Acaso me tomas por un comerciante que canjea objetos? ¡Estás muy equivocado!
¿O me tomas por alguno con quien se puede regatear después de dar una palabra?
Si me dijeras: “¡Haz que el cielo y la Tierra12 desaparezcan!”, más fácilmente prestaría oídos a esta petición que revocar la palabra una vez dada.
Te digo: El Sol, la Luna, las estrellas y esta Tierra acabarán, ¡pero mis palabras nunca jamás!
Por eso, sin demora, dispondrás que traigan a Eudosia y sólo entonces recibirás a Tulia, bendecida por mí.
Si te opones, haré que Eudosia muera, pero nunca tendrás a Tulia...
Aun así eres totalmente libre de decidir y hacer lo que quieras, porque un acto impuesto carece de todo valor para mí.
Si Eudosia muriera quedarías comprometido por el amor que habrías de guardarle, de modo que no podrías casarte con Tulia.
Sin embargo, si por mí sacrificas a Eudosia, entonces serás verdaderamente libre y podrás tomar a Tulia como esposa legítima ante mí.
Según mi orden dos mujeres es imposible; pues ya en el principio no fueron creados sino un hombre y una mujer...
Haz, pues, lo que te dije, para que no caigas en juicio».13
Estas palabras del Niño llevaron a Cirenio a la súbita decisión de mandar a buscar a Eudosia.
Pues la había traído de Tiro, pero cuidando que nadie la viera para que no fueran tentados por sus grandes encantos.
E incluso en la nueva situación no la confiaba a nadie más que al hijo mayor de José y a Maronio Pila.
Ambos, acompañados por la guardia de Cirenio, fueron a su residencia y trajeron sin tardanza la bella Eudosia a la casa de José.
Ella estaba muy sorprendida y no podía imaginar cómo era posible que Cirenio, por primera vez, la mandara buscar por hombres extraños.
Cuando Cirenio vio a Eudosia al lado de Tulia, fue aún más evidente que era considerablemente más hermosa que esta última, y sintió mucho tener que separarse de ella, evidentemente para siempre.
Por eso, preguntó al Niño una vez más si no la podría conservar, al menos como criada y compañera de Tulia.
«Puedes tomar tantas criadas en tu casa como quieras», fue la respuesta del Niño,
«menos a Eudosia. A ésta la tienes que dejar aquí porque así lo deseo por tu propio bien».
Cuando Eudosia se dio cuenta de la manera despótica en que el Niño había contestado a Cirenio, se espantó.
«Por todos los dioses, ¿cómo hay que entender esto? ¿Un niño menor de edad da órdenes a aquel cuyas sentencias hacen temblar Asia y Egipto?
¡Y el gran soberano oye tímidamente a este pequeño déspota y se somete espontáneamente a su juicio!
Vaya, ¡no será tan fácil como lo imagina este pequeño!
Para ti, poderoso Cirenio, sería una auténtica vergüenza admitir órdenes de este niño menor de edad. Por lo tanto, ¡sé un hombre y un romano!».
Al oír la reacción de Eudosia, Cirenio se alteró:
«¡Sí, Eudosia! ¡Precisamente ahora voy a mostrarte que soy un hombre y un romano!
Mira, si este Niño me hablase así aunque no fuera de origen divino, le haría caso.
Pero lo es y por ello voy a hacerle caso en todo.
Tú, ¿qué prefieres?, ¿aceptar lo que quiere este Niño de todos los niños o morir eternamente?».
Estas palabras de Cirenio surtieron un gran efecto sobre Eudosia.
Aunque de momento empezó a llorar por tener que privarse tan repentinamente de todo lujo y esplendor,
pero también sabía que el criterio de un dios sería inalterable; por lo que se sometió a la fatalidad.
En esto María se acercó a ella. «Eudosia, ¡no estés triste por este cambio!
Cediste un esplendor muy mediocre para recibir algo muy distinto y maravilloso...
Mira, también yo soy hija de rey, pero la magnificencia real se acabó hace mucho tiempo. Y ves, ahora soy una sierva del Señor, y en ello hay mayor magnificencia que en la realeza de todo el mundo».
Estas palabras surtieron un gran efecto sobre Eudosia que empezó a tener confianza en José y los suyos.
Eudosia preguntó a María cómo era posible que este Niño fuera tan milagroso y tuviera una naturaleza tan sumamente divina,
y por qué Cirenio, de repente, dependía tanto de las palabras del Niño.
«Mira, Eudosia, no se puede precipitar nada.
Cada cosa necesita su tiempo y con paciencia obtenemos los mejores resultados.
Cuando pases algún tiempo con nosotros lo comprenderás todo. Por el momento confórmate con saber que este Niño es más que todos los héroes y dioses de Roma.
Seguro que anteayer sentiste el gran poder de la tempestad...
Pues, surgía de la mano poderosa de este Niño.
Todo lo que el poder de la tempestad ha hecho en la ciudad con los templos, también podría Él hacerlo con toda la Tierra.
De momento sabes bastante; y a causa de tu propia salvación no conviene decirte más.
En la medida en que madures también llegarás a tener más conocimientos.
Por eso, y por tu propio bien, tienes que guardar silencio ante todo el mundo; de lo contrario habrás de sufrir las consecuencias».
Ya calmada, Eudosia empezó realmente a meditar seriamente sobre lo que había oído.
En esto María se dirigió a Tulia para tomar al Niño, y dijo:
«A ti, mi hijo ya te ha bendecido en abundancia, con lo que siempre serás feliz.
Pero queda todavía la pobre Eudosia que hasta ahora aún no ha sentido el gran bien de su bendición».
Algunos momentos después, María entregó el Niño a Eudosia.
«Aquí, Eudosia, está la salvación de todos nosotros. Toma al Niño un rato en tus brazos y comprenderás mi felicidad por ser su madre».
Con gran respeto Eudosia tomó al Niño.
Pero como en secreto lo temía por ser tan misterioso, le faltaba el valor para hacer el menor movimiento.
Pero el Niño le sonrió y le dijo: «Eudosia, ¿no irás a tenerme miedo? ¡No voy a destruirte sino a salvarte!
En poco tiempo aprenderás a conocerme mejor. Entonces ya no me temerás sino que me amarás como Yo te amo».
Estas palabras quitaron a Eudosia todo el miedo y empezó a acariciar y a besar al Niño.
Cirenio se dirigió a José para preguntarle qué le debía tras todo lo sucedido:
«Apreciado amigo mío, en tu casa he alcanzado la mayor felicidad en todos los sentidos. Dime, ¿cómo puedo retribuir al menos una pequeñísima parte de todo el bien que me hiciste?
Pero no vayas a decirme que con esta casa de campo ya te he dado algo, porque es demasiado insignificante y miserable como recompensa».
«Amigo, ¿qué concepto tienes de mí?
¿No pensarás que soy un comerciante que negocia con el bien y que lo hago sólo por la recompensa?
Si así fuera te has equivocado por completo.
Para mí no existe cosa más repugnante que cobrar el bien.
¡Maldito yo y maldita la hora que nací, si aceptase de ti una sola moneda!
Llévate tranquilamente a tu mujer, a Tulia purificada, y todo lo que hagas por ella y por los pobres lo consideraré siempre como la mejor recompensa a lo que hice por ti.
Dispensa a esta casa de donaciones de cualquier clase; pues lo que tengo aquí es suficiente para todos nosotros. ¿Para qué, entonces, más?
¿Acaso piensas que voy a cobrar el sustento de Eudosia? ¡Eso de ninguna manera!
La he adoptado como hija y la educaré en la Gracia de Dios.
¿Qué padre cobraría la educación de su propia hija?
Te digo que Eudosia vale más que todo el mundo, por lo que en todo el mundo no puede haber nada que sea suficiente para ofrecerlo a cambio.
La gran recompensa por todo lo que hago está en los brazos de Eudosia».
Al conocer el gran altruismo de José, Cirenio contestó profundamente conmovido:
«¡He aquí al único verdadero hombre ante Dios y todos los hombres de la Tierra!
¡Alabarte con palabras sería esfuerzo vano porque estás por encima de lo que las palabras humanas pueden expresar!
Pero ya sé lo que puedo hacer para mostrarte la gran estima en que te tengo.
Te regalaré algo que seguramente no rechazarás:
En Tiro mantengo tres hijas y cinco hijos de padres indigentes que ya murieron.
Te mandaré a estos jóvenes para que los eduques aquí.
Pero queda entendido que me ocuparé de su sustento.
¿Rehusarás?».
«No, hermano mío. Esto, claro que no. Mándalos aquí lo antes que puedas; yo cuidaré de ellos y les daré todo lo que precisen».
Cirenio se alegró ante la promesa de José y dijo:
«Ahora todos mis deseos se han cumplido.
No obstante, resta un solo inconveniente fatal para mi felicidad:
Ante Dios la dulce Tulia es ahora mi legítima mujer. Pero como soy romano, y sobre todo a causa del pueblo, tendrá que dar fe de mi matrimonio un sacerdote.
Además, para que nuestra unión sea confirmada, tendrá que ser un sumo sacerdote de Himeneo.
¿Qué se puede hacer en este caso? Porque aparte de los tres sacerdotes subalternos ya no hay ninguno aquí».
«¿Pero por qué te preocupas de algo tan vano como eso?», le preguntó José.
«En cuanto vuelvas a Tiro, encontrarás sacerdotes de sobra que, por dinero, darán fe de tu matrimonio, ya que eso te interesa tanto...
Harías mejor, dejando todo como está. Pero, en fin, eres dueño de tu propia ley.
Por otro lado, recuerdo haber oído a un romano que en Roma existe un reglamento secreto que dice:
Si un hombre escoge a una mujer en presencia de un mudo, de un tonto o de un niño menor de edad
que durante el acontecimiento se comporta amistosamente y sonríe a la pareja, entonces el matrimonio es legalmente válido, con la condición de que después habrá que informar al sacerdote competente,
en cuyo caso, por supuesto, un adecuado donativo en metálico no deberá faltar...
Si este reglamento es cierto, ¿qué más te hace falta?
Manda buscar a los tres sacerdotes subalternos que viven en mi casa; ellos testimoniarán que elegiste a Tulia en presencia de un niño de apenas cuatro meses, que te bendijo y que te sonrió.
Con ese testimonio verídico y un poco de oro, ¿qué más necesitas para quedar bien ante el pueblo romano?».
Cirenio dio un salto de júbilo y dijo a José:
«¡Es verdad!, ¡realmente existe un reglamento así!, lo olvidé del todo porque nunca le encontré valor alguno.
Ahora, por supuesto, todo está en orden. Haz traer a los tres sacerdotes y tendré una seria conversación con ellos sobre el asunto».
Sin tardar, José mandó entrar a los tres sacerdotes que todavía seguían sin hablar.
Los tres sacerdotes vinieron en seguida.
«Unicamente una orden del gobernador podrá soltarnos la lengua», dijo uno de ellos. «Pues, esta mañana hicimos promesa de silencio y ayuno.
Si un día romperla nos pone en un compromiso, ¡que él responda!».
«Vamos, ¡nadie os ha obligado!», observó Cirenio, «pero si eso preocupa vuestra conciencia, yo cargaré con las consecuencias.
Pues como aquí estoy en la casa de Aquel a quien incumben tales cuentas, no creo que tenga tantas dificultades en arreglarlas como vosotros imagináis inútilmente».
«Arreglado está», le interrumpió José, «explícales a los tres lo que quieres de ellos».
Uno de los sacerdotes se adelantó ante Cirenio: «¿En qué podemos servirte?».
Con pocas palabras Cirenio formuló su demanda.
Los tres asintieron: «Tal ley existe y las circunstancias se corresponden con ella. Pero nosotros no somos más que sacerdotes subalternos y nuestro testimonio no será considerado válido».
Cirenio les recordó que en este caso, como allí no había sumo sacerdote alguno, todo sacerdote subalterno tiene el derecho y puede hasta ser obligado a ejercer el oficio de sumo sacerdote.
«Esto es cierto. Pero ya ves: Cuando hace dos días estábamos a punto de ejercer el poder del sumo sacerdote, nos condenaste.
Por eso nos parece arriesgado volver a ejercerlo ante ti».
Cirenio respondió un poco alterado: «Entonces os condené porque abusasteis del derecho del sumo sacerdote ilegalmente, mientras que en el caso presente actuaréis según la ley.
Si actuáis conforme a esta disposición legal, por supuesto no tendréis que temer consecuencia alguna por mi parte.
Al contrario: Os concederé un donativo que os servirá de sustento para toda vuestra vida. Y también Roma tendrá un donativo considerable».
«Estamos de acuerdo, pero ahora ya no pertenecemos a los dioses y no queremos saber nada del paganismo romano.
¿Será reconocido nuestro testimonio en Roma si allí descubren que nos hemos convertido a la religión israelita?».
«Sabéis tan bien como yo que por dinero cualquier testimonio es válido en Roma.
Por lo tanto, haced lo que os digo. Y de lo demás ya me ocuparé yo mismo».
Esta afirmación convenció a los sacerdotes para que prepararan el documento.
Una vez que Cirenio lo tuvo, tomó la mano de Tulia,
le puso un anillo e hizo que le trajeran de la ciudad un traje regio.
Al poco llegó el traje real y Tulia se lo puso.
María recogió sus vestidos, los lavó y los guardó para su propio uso.
Cirenio también le quería dar a ella ropa regia,
pero tanto María como José declinaron el ofrecimiento muy agradecidos.
Ver a Tulia vestida con esplendor, causó mucha pena a Eudosia, que empezó a suspirar íntimamente.
Pero el Niño le dijo en voz baja: «Eudosia, te digo que no suspires a causa del mundo; más te valdría hacerlo por tus pecados...
Porque mira: Yo soy más que Cirenio y que Roma. Y teniéndome a mí, tienes más que si tuvieras el mundo entero.
Pero si quieres tenerme del todo debes arrepentirte del pecado por cuya causa te volviste estéril.
Y si por amor hacia mí te arrepientes de tus pecados, entonces, en la medida de tu amor para conmigo, sabrás Quien soy en realidad.
En cuanto me conozcas estarás más dichosa que si fueras la esposa del mismo emperador.
Mira: El emperador tiene que andar con cuidado para que no lo echen del trono.
Yo, sin embargo, Yo me basto a mí mismo. A mí me obedecen espíritus, Soles, Lunas, Tierras y todos los elementos, y no necesito guardianes.
Y sin embargo dejo que me lleves en tus brazos, a pesar de que eres una pecadora... Así que cálmate y no llores. Pues recibiste lo que Tulia perdió al tener el vestido real.
Y es infinitamente más que esa ropa bordada en oro que no tiene vida y trae la muerte.
Tú, sin embargo, tienes la vida en tus brazos. Por eso, amándome a mí, nunca sufrirás la muerte».
Estas palabras del Niño surtieron un gran efecto en el alma de Eudosia que, llena de alegría y de gran admiración, empezó a llorar.
María se dio cuenta de que Eudosia estaba muy conmovida, y dijo:
«¿Qué ha pasado para que tengas tus ojos llenos de lágrimas?».
Eudosia suspiró de felicidad y respondió:
«Oh tú, la madre más feliz de toda la Tierra, ¡tu hijo me ha dicho unas palabras tan maravillosas!
Realmente, ¡no es posible que hombres mortales aun del mayor prestigio mundano puedan pronunciar palabras como éstas, únicamente los dioses!
María, ahora mi corazón está lleno de sublimes pensamientos y sentimientos que como estrellas brillantes del mar surgen dentro de mí desde una profundidad oculta... ¡Por eso lloro de felicidad!».
«Y si tienes un poco de paciencia», añadió María, «verás como después de las estrellas vendrá el Sol en cuya luz verás dónde estás.
¡Pero ahora callemos que Cirenio viene hacia aquí!».
Eudosia tenía todavía al Niño en brazos, cuando Cirenio se acercó y dijo al Niño:
«Vida mía, ¡solamente a ti te debo esta gran felicidad mía!».
«Es tan poco lo que he hecho por ti... Tú, sin embargo, me has recompensado fabulosamente y has hecho de mí el hombre más feliz de esta Tierra.
Yo, pobre pecador, ¿cómo podré jamás agradecértelo suficientemente?».
Estirándose, el Niño levantó la mano derecha y dijo:
«Mi querido Cirenio Quirino, os bendigo para que ambos viváis felices en este mundo.
Pero tengo que advertirte que no estimes demasiado tu dicha en él, sino tómalo más bien, junto con tu bienestar, por escenario de engaño; aprovecharás sabiamente la vida terrena.
Porque el mundo entero es precisamente lo contrario de lo que parece. Unicamente el amor, el que nace del fondo del corazón, es verdadero y justo.
Donde te parezca que hay vida, pero sin amor, no es vida sino muerte.
Pero donde por la paz en que está el amor parece que no hay vida sino muerte, precisamente allí encuentras la vida y nadie puede dañarla.
No tienes idea de lo flojo que es el suelo en el que andas. Yo lo sé y por eso te lo digo.
Aquí mismo cava la tierra y apenas a una profundidad de mil brazas encontrarás debajo de ti un enorme abismo que te tragará.
De modo que no entres demasiado en las profundidades del mundo ni te alegres excesivamente por tus logros tal vez soberbios,
porque dondequiera que alguno penetra mucho en el mundo, él mismo se prepara su propia perdición.
No te fíes del terreno en que te encuentras; es poco consistente.
Ten presente: Todo lo que es del mundo puede destruirte porque lleva la muerte dentro de sí, salvo el amor, si lo mantienes en su pureza.
Pero si lo mezclas con asuntos mundanos, entonces hasta el amor se vuelve pesado y puede matarte, tanto física como espiritualmente.
Por eso mantente dentro del amor puro y altruista. Ama sobre todo a Dios Único como tu Padre y Creador. Y a los hombres ámalos como hermanos tanto como a ti mismo. Y con tal amor tendrás la Vida eterna... Amen».
Estas palabras sumamente sabias del Niño llenaron a todos de un respeto tan profundo que les hizo temblar todo el cuerpo.
Tras un poco, José se dirigió a Cirenio para tranquilizarle: «Cálmate, hermano, y regresa a la ciudad con la bendición de esta casa. Pero todo lo que aquí pasó, guárdalo en secreto. Y mañana vuelve para el banquete nupcial».
Fuente: La Infancia de Jesús, capítulo 101 al 111, recibido por Jakob Lorber